Crítica:POESÍA

El erizo y la cúpula celeste

Miguel Ángel Velasco (Palma de Mallorca, 1963) no quiso reconocerse en el joven prodigio que a los 16 años obtuvo un accésit del Adonais, premio que ganó dos años después con Las berlinas del sueño , que canalizaba un torrente de imágenes de un surrealismo sin preceptos programáticos. Ignoro por qué Velasco, cuyo segundo nombre no figuraba en aquellos libros, los ha hecho desaparecer de su bibliografía pública. Lo cierto es que, tras Pericoloso sporgersi (1986), el precocísimo poeta calló un tiempo para resucitar con El sermón del fresno (1995), un volumen excelente...

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Miguel Ángel Velasco (Palma de Mallorca, 1963) no quiso reconocerse en el joven prodigio que a los 16 años obtuvo un accésit del Adonais, premio que ganó dos años después con Las berlinas del sueño , que canalizaba un torrente de imágenes de un surrealismo sin preceptos programáticos. Ignoro por qué Velasco, cuyo segundo nombre no figuraba en aquellos libros, los ha hecho desaparecer de su bibliografía pública. Lo cierto es que, tras Pericoloso sporgersi (1986), el precocísimo poeta calló un tiempo para resucitar con El sermón del fresno (1995), un volumen excelente cuyas vislumbres se prolongarían después en nuevos títulos.

Continuación de esa saga es La miel salvaje , una miel, recordatorio del maná, que alimentaba a Juan el Bautista en los desiertos de la renunciación, símbolo también de comunión con la naturaleza en que se disuelve el dualismo de la filosofía occidental.

LA MIEL SALVAJE

Miguel Ángel Velasco

Visor. Madrid, 2003

88 páginas. 7 euros

Los misterios de Eleusis que

permitían a los antiguos griegos evadirse de la cárcel del silogismo son aquí una visión inducida por los viajes lisérgicos del LSD. A su sintetizador, Albert Hofmann, se dedica un poema que remite al mítico trayecto en bicicleta que el gurú de los sesenta hiciera hasta su casa, un camino de Damasco en que este nuevo Saulo de Tarso encontró la luz que abrasó a tantos adeptos.

El magisterio métrico del libro se atreve con los anfíbracos y anapestos clásicos (Viático), algo ya visible en El sermón del fresno. El poema inicial es un mural impresionante de la crueldad homérica que se ceba en el cuerpo glorioso, "esa oblea / de la carne sagrada". Poemas como Fractal o La luna gótica verbalizan la unio , que sólo excepcionalmente corona un camino de perfección por "las catacumbas / de los remordimientos, ciegos fosos, / osarios de uno mismo".

Al fondo de esta calcinación

hay un telón de muerte; así en el perturbador Desasimiento ("Nada consuela del rigor extremo / que somete la carne y la abandona / a las humillaciones de la tumba. / Siempre es el primer hombre / el que apura la sombra. / Sin embargo / hay momentos de un raro asentimiento"), o en Olla podrida, patética mirada al proceso de putrefacción, en que el cuerpo se deshace en humores que rompen el sello de la cámara funeral, como en una vanitas pictórica de José Hernández, y cuyo poderío recuerda a Solvet seclum, de Claudio Rodríguez (antológico el poema que se le dedica, Piña de lumbre). Pero a la vejación del sepulcro replican composiciones de hermosa serenidad, como Atardecer en Jávea ("La mirada se prende / a una estría profunda que resiste / por entre el ciego plomo, / ese bravo lingote de una nube / que entre las ruinas de la tarde abre / su luminosa grieta"). En Erizo , uno de los poemas más intensos del libro, el casco del animal que las olas devuelven a la arena reproduce, invertida, la cúpula celeste, imagen mística donde se resume "la redonda unidad de mar y cielo". Hay aquí y allá estampas aflictivas junto a figuraciones de plenitud dionisiaca. Muchas de ellas bastarían para llenar de poesía cualquier volumen de versos: testimoniarlo es un reconocimiento que, por su infrecuencia, colma de gozo al crítico.

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