Reportaje:ELECCIONES 25M | Los aspirantes a la Generalitat

Un pulso entre dos candidatos solapados

El 2 de marzo de 2000, en plena campaña de las elecciones generales, Eduardo Zaplana ofreció muchas pistas sobre quién iba a ser su sucesor. Entonces las apuestas estaban repartidas mitad y mitad entre dos jóvenes valores: Esteban González Pons y Francisco Camps. Al primero, portavoz del Grupo Popular en el Senado, Zaplana lo había colmado de semiótica afectiva a finales de 1999 en el congreso nacional del PP celebrado en Madrid, requiriendo constantemente su presencia y poniendo muy a la vista en sus gestos que era la pieza clave de su engranaje. Por el segundo siempre había demostrado una no...

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El 2 de marzo de 2000, en plena campaña de las elecciones generales, Eduardo Zaplana ofreció muchas pistas sobre quién iba a ser su sucesor. Entonces las apuestas estaban repartidas mitad y mitad entre dos jóvenes valores: Esteban González Pons y Francisco Camps. Al primero, portavoz del Grupo Popular en el Senado, Zaplana lo había colmado de semiótica afectiva a finales de 1999 en el congreso nacional del PP celebrado en Madrid, requiriendo constantemente su presencia y poniendo muy a la vista en sus gestos que era la pieza clave de su engranaje. Por el segundo siempre había demostrado una notable predilección, aunque no la exteriorizaba tanto para no saltar la liebre. En el entorno de Zaplana, además de otras capacidades y cualidades, a Camps se le atribuía mayor manejabilidad. Además contaba con la bendición de Rita Barberá y otros baluartes fácticos del partido en Valencia. Eran muchos números a su favor en la rifa final.

Zaplana ha asumido el papel de principal activo electoral, desplazando a Camps
La reiterada presencia de Rodríguez Zapatero ha alejado a Pla del foco de atención
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Aquella tarde Zaplana ya tenía tomada la decisión. Se encontraba tan relajado y se sentía tan imbatible que la dejó caer. Sucedió en el Salón de los Tapices del Hotel Astoria de Valencia, donde el entonces presidente de la Generalitat intervenía como presentador de una conferencia sobre valencianismo político que iba a pronunciar Camps a instancias del Foro de Opinión. Zaplana se deshizo en elogios a Camps, que no en vano concurría en calidad de número uno al Congreso de los Diputados por Valencia. "Es tan elegante y moderado que incluso se va quedando calvo con moderación y elegancia", dibujó ante las fuerzas vivas, y tras un espumoso torrente de halagos lanzó la gamba: "Los que se interesen por el futuro de la política valenciana no deben perder la pista de Paco Camps". Pero ese envoltorio tan dulce podía resultar demasiado espeso y empalagoso llegado el caso. Como así sucedió.

A medida que la legislatura encauzaba la recta final, Zaplana perfilaba el proceso de entronización. Camps, que ya ocupaba la vicesecretaría del Congreso por motivos de visibilidad, fue situado en una secretaría ejecutiva en la dirección nacional del PP en el mismo congreso en el que Zaplana acabaría señalándole como sucesor. El segundo paso fue traer a Camps como delegado del Gobierno en la Comunidad Valenciana. La llamada de José María Aznar apenas unos meses después (principios de julio de 2002) requiriendo a Zaplana como ministro de Trabajo precipitó los acontecimientos.

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Sin embargo, lo que para Camps tenía que ser una singladura con todo el protagonismo en solitario, pronto se demostraría un tramo tutelado y ensombrecido en exceso. Para empezar, el modelo sucesorio concebido por Zaplana no contemplaba ni de lejos su pase a la reserva. El ex presidente de la Generalitat, desplazado por la coyuntura al frente político de Madrid, se garantizaba la presidencia del PP en la Comunidad Valenciana a todos los efectos, planteando una relación de poder desconocida en el marco autonómico valenciano. Por primera vez, quien resultara elegido presidente de la Generalitat, caso de que fuera el candidato del PP, podía no ser la persona con más poder político en su partido. En esa perspectiva, en la que Zaplana trata de retener la capacidad ejecutiva durante el poszaplanismo para mantenerse como el máximo referente, Camps tenía que quedar por fuerza relegado a un papel subsidiario.

No ha habido acto político notable del PP desde entonces que no haya sido absorbido hasta la desertización por un Zaplana que, desde que había sido nombrado ministro en Madrid parecía estar más en Valencia que cuando era presidente de la Generalitat. En la precampaña el candidato Camps sólo ha podido reflejar algún destello sobrante y hacerse notar en la profundidad de campo. Sin concurrir a las elecciones, Zaplana ha asumido el papel de principal activo electoral, lo que proyecta otra sombra de duda hacia la soberanía que tendrá Camps en la elaboración de su virtual gobierno.

No siendo ni de lejos el mismo caso -ni por el parto ni sus circunstancias-, tampoco se puede decir que su adversario político, el socialista Joan Ignasi Pla, tenga una situación significativamente distinta en cuanto a protagonismo. Desde que ganó las primarias a Ciprià Ciscar y el secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, anunció que se convertiría en "un militante activo" para que los socialistas valencianos ganaran las elecciones, Pla ha quedado adscrito a la segunda posición del cartel. Las visitas de Rodríguez Zapatero a la Comunidad Valenciana se han prodigado con tanta frecuencia e intensidad que a menudo cunde la sensación de que Pla (como ocurre con Camps a efectos del PP) no reúne suficiente atractivo electoral como para movilizar el voto del socialismo valenciano. En cualquier caso, en los actos más notables de la precampaña del PSPV la presencia de Rodríguez Zapatero ha acaparado todo el interés, alejando del candidato Pla el foco de atención electoral.

Además, no son pocas las voces que hasta las vísperas del efecto demoscópico de la guerra de Irak aseguraban que su liderazgo en el partido no estaba consolidado, aunque nadie ponía ya su nombre en cuestión como secretario general en el partido. Ese obstáculo interior es el que más ha solapado su figura como candidato a la presidencia de la Generalitat. La ascensión de Pla a la cumbre del socialismo valenciano ha estado plagada de episodios muy sanguíneos que no han ayudado a consolidar su silueta como símbolo del partido. Tras imponerse en septiembre de 1999 en un congreso con apenas el 43% de los delegados con el patrocinio de Joan Lerma (anulado luego por el entonces secretario general del PSOE, Joaquín Almunia, y sustituido por una gestora), Pla lo volvió a intentar tan sólo un año después, en una de las etapas más cismáticas del socialismo valenciano. Nadie daba mucho por él, sin embargo, contra todo pronóstico, acabó alzándose con la secretaría general por apenas diez votos sobre el otro aspirante, José Luis Ábalos.

Con una ejecutiva conformada por un núcleo duro de lermistas o ex lermistas, y saturado de desconfianzas al ser ampliada por el imperativo de Ferraz para integrar a sus competidores, Pla ha tenido que combatir por su cuenta contra su escasa proyección social, a la que sin duda ha contribuido su ausencia de las Cortes Valencianas, el escenario político por excelencia. El respaldo orgánico, aunque siempre condicionado a una diversidad de intereses, le llegó con las primarias, aunque el empeño por fijar su imagen a menudo ha sido zancadilleado por su alrededor, como ha ocurrido con el portavoz socialista en las Cortes, Joaquim Puig, que ha contraprogramado con ruedas de prensa cada vez que Pla ha comparecido ante los medios.

Ahora ambos candidatos, que son los que más probabilidades cuentan para ocupar el Palau de la Generalitat, afrontan el último tramo hacia el 25 de mayo tratando de hacerse ver debajo de la frondosidad de las siglas, y las sombras que proyectan sus propios entornos, con la esperanza de una victoria que supondría un punto de inflexión en sus trayectorias.

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