Editorial:

Tiempo de humildad

Putin, Schröder y Chirac, los tres dirigentes de perfil más acusado contra la guerra en Irak, no quieren presentarse como una coalición de derrotados ante los vencedores estadounidense y británico. En su reunión informal en San Petersburgo, de la que se descolgó el secretario general de la ONU, quisieron subrayar precisamente que no se trata de una alianza contra nadie. Ni siquiera emitieron un comunicado conjunto. Inicialmente previsto como un encuentro bilateral ruso-germano al margen de Irak, ha servido para reafirmar las coincidencias de los tres Gobiernos sobre el papel preponderante que ...

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Putin, Schröder y Chirac, los tres dirigentes de perfil más acusado contra la guerra en Irak, no quieren presentarse como una coalición de derrotados ante los vencedores estadounidense y británico. En su reunión informal en San Petersburgo, de la que se descolgó el secretario general de la ONU, quisieron subrayar precisamente que no se trata de una alianza contra nadie. Ni siquiera emitieron un comunicado conjunto. Inicialmente previsto como un encuentro bilateral ruso-germano al margen de Irak, ha servido para reafirmar las coincidencias de los tres Gobiernos sobre el papel preponderante que debe jugar Naciones Unidas en el renacimiento del país árabe. También, para avanzar la idea del posible perdón a Bagdad de una parte sustancial de su deuda, una propuesta que llevarán a la próxima reunión del G-8, en junio. Un buen pellizco de los 130.000 millones que adeuda Bagdad se debe a la compra de armas a Rusia y Francia en los años ochenta.

La vertiginosa rapidez de la guerra en Irak ha rebajado el tono y ha matizado las protestas de los tres dirigentes, caracterizadas en el comienzo de la confrontación por su dureza sin fisuras. Una de las crudas realidades de la posguerra es que las relaciones de Washington con Moscú, Berlín, y especialmente París, han descendido a niveles bajo cero, y estos tres Gobiernos tendrán que lidiar ahora por separado con las consecuencias diplomáticas de su oposición frontal en la ONU a las tesis de EE UU.

Washington cree que Berlín puede ser reconducido hacia su tradicional atlantismo. E intenta persuadir a Putin para que sea más receptivo a sus puntos de vista. El reciente viaje a Moscú de Condoleezza Rice iba dirigido a ello. A fin de cuentas, para Washington Moscú es más imprescindible que París. La posición de Chirac, que en el transcurso de la semana ha hecho un tímido intento de recomponer el diálogo con Tony Blair, es más delicada. El presidente francés, sobre quien gravita la conducción de la política exterior, no se libra en su país de críticas o, como mínimo, de dudas sobre su diplomacia por parte de un creciente número de políticos a ambos lados del espectro.

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A falta de episodios previsiblemente menores, la guerra relámpago de Irak parece liquidada. Pero los prolegómenos del conflicto han hecho trizas lo que solían ser coincidencias sobre los grandes temas entre los socios a ambos lados del Atlántico. Ante la sordera de Washington, los Gobiernos europeos, en general frontalmente opuestos a la guerra, han señalado con justeza los riesgos de toda índole acarreados por la invasión de Irak, peligros ya vistos en algunos casos y en otros aún por llegar.

Ahora, la naturaleza y lo ingente de las tareas por hacer reclaman una buena dosis de humildad por ambas partes en las relaciones transatlánticas. Estados Unidos y la Europa del rechazo deben esforzarse por recomponer gradualmente sus afinidades. Y Bush debe hacer honor a su palabra -frente a quienes le predican que la victoria militar engendra sus propias leyes- en el sentido de que la ONU jugará un papel vital en el alumbramiento de un nuevo Irak. No puede ser de otra manera, puesto que la institución mundialista, con todas sus limitaciones, representa el depósito de la legalidad internacional.

Irak debe ser devuelto a los iraquíes tan rápidamente como sea posible, una vez que se articulen los mecanismos para que esa restitución sea genuina. De los escombros del país que Sadam Husein mantuviera bajo el terror más de dos décadas va a surgir la posibilidad de que sus habitantes decidan cómo y por quién desean ser gobernados. En ese ejercicio de libertad, Europa y Estados Unidos deben estar inequívocamente juntos. A la postre, la legitimidad de los nuevos dirigentes no es algo que pueda ser impuesto ni por la Casa Blanca ni por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. La legitimidad deriva del consentimiento de los gobernados, y en ese sentido, su fuente última serán los iraquíes, que estos días se atreven por vez primera en muchos años a expresar en voz alta lo que piensan.

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