Crítica:

La vanguardia y el olvido

La vanguardia es el olvido. Lo efímero y lo oscuro son para Juan José Sebreli dos de las escasas características comunes a todas las expresiones de este fenómeno "que desprecia no sólo a quienes comprenden únicamente lo superficial, sino a todos aquellos que pretenden racionalmente entender lo que es profundo". Vehemente y desmitificador, éste es un libro altamente recomendable para quienes tengan un conocimiento acrítico de la historia de las artes plásticas y de la cultura en general. Más allá de hilvanar interpretaciones ("no existen hechos, sólo interpretaciones", decía Nietzsche, uno de l...

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La vanguardia es el olvido. Lo efímero y lo oscuro son para Juan José Sebreli dos de las escasas características comunes a todas las expresiones de este fenómeno "que desprecia no sólo a quienes comprenden únicamente lo superficial, sino a todos aquellos que pretenden racionalmente entender lo que es profundo". Vehemente y desmitificador, éste es un libro altamente recomendable para quienes tengan un conocimiento acrítico de la historia de las artes plásticas y de la cultura en general. Más allá de hilvanar interpretaciones ("no existen hechos, sólo interpretaciones", decía Nietzsche, uno de los grandes protagonistas de este volumen), Sebreli realiza una lectura a la vez vital y destructiva de las vanguardias artísticas, un cosido de pensamiento, política, creación y vida para leer, efectivamente, en clave de aventura.

LAS AVENTURAS DE LA VANGUARDIA

Juan José Sebreli

Sudamericana. Madrid, 2003

493 páginas. 17,90 euros

Este monumental paseo incluye pequeñas historias que ayudaron a escribir la gran historia. Algunas, según el historiador argentino, están firmadas por la oportunidad, como los escritos de Kandinsky -"De los espiritual en el arte no era sino trivialidades sacadas de la teosofía, pero fueron estos textos más que su pintura los que difundieron la abstracción y le sirvieron de pasaporte a los museos norteamericanos"- o las intervenciones de Marcel Duchamp -"un pintor cubista de segunda fila que ante su mediocridad decidió cambiar las reglas del juego"-. Mientras que otras parecen acuñadas por la paradoja, como un Gauguin prisionero de su propio mito, moribundo en su choza de Tahití, rodeado de estampas de Rafael, Holbein, Rembrandt y Puvis de Chavannes, sin poder regresar a Francia, por consejo de su marchante, y pintando su último cuadro: una aldea francesa cubierta de nieve. Son muchas (de Yeats a Pessoa pasando por Aleister Crowley) las biografías que contiene este libro. De ahí su vitalidad y, tal vez, también de ahí sus mayores fallos. Cuando Sebreli se muestra más dogmático es cuando resulta más débil. Como historiador, con frecuencia juzga una obra por la ideología de su autor al tiempo que se pregunta si es posible hacer un gran arte con ideas perversas y dañinas. Él mismo contesta, repetidamente, a esa pregunta: "Los muralistas mexicanos eran buenos pintores y malas personas". "Con los mejores sentimientos suele hacerse, con frecuencia, arte malo". Por eso, al hablar de Walter Gropius confunde el instinto de supervivencia -renegar de unas creencias o mentir en época de persecución- con la traición. Y al recordar a Le Corbusier, se muestra ingenuo al cuestionar el valor de la obra de quien se mostró complaciente con regímenes totalitarios, cuando la mayoría de arquitectos, por un buen encargo, aceptarían como cliente al mismísimo diablo.

Más allá de esa contradic-ción, el otro punto débil de este gran libro es el ataque generalizado que lanza al arte más reciente. El problema estriba en que hace una crítica fácil sin esforzarse en proponer otras lecturas. Es cierto. Visto con perspectiva, el panorama progresivo de la llamada segunda vanguardia del siglo XX (que muchos historiadores ni siquiera admiten) resulta cómico: tras la exposición del urinario de Duchamp valió todo. De realizar obras con humo se pasó a construirlas con grasa, con cadáveres, con automutilaciones y hasta con excrementos. El valor pasó a ser la sorpresa y ésta, por su naturaleza, es breve. Sebreli atribuye los problemas del arte actual a la falta de formación de los nuevos artistas "que no aprenden a dibujar", cuando uno de los valores del nuevo arte es que precisamente, las pocas veces en que se da, puede trascender un dibujo y aparecer en una fotografía, en una pantalla o hasta en una frase. En estos últimos capítulos, además, hay pequeñas erratas como confundir nombres (Daniel Hirst por Damien Hirst, Leo Castello por Castelli o clasificar a Michael Graves, un arquitecto descaradamente posmoderno, entre los deconstructivistas).

Si en un libro de esta valía

me detengo en dos nimios defectos es para avisar de que, siendo un volumen encomiable, no se encontrarán en él respuestas cristalinas a lo que, posiblemente hoy más que nunca, se resiste a una respuesta fácil. El libro no aclara lo que es el arte hoy, pero un texto no debe juzgarse por lo que no es. Este volumen contiene pasajes estremecedores. Más allá de datos de historiador, hallazgos de escritor. Como cuando Sebreli se pregunta quién diseñó el campo de concentración de Auschwitz y la respuesta resulta ser: un ex profesor de la Bauhaus, la escuela que nació para defender el derecho de todo ser humano a una vivienda digna. Y es que una cosa son los ideales y otra, los hechos. Esa lectura en clave vital difumina los minúsculos errores del libro y atempera su vehemencia. Así, uno acaba descodificando la historia de la vanguardia como la historia de una equivocación. Y entendiendo la vida como el escenario en el que equivocarse.

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