Tribuna:

Moralidad, legalidad y 'westerns'

Julio Carabaña, sociólogo respetado y viejo amigo, ha publicado en EL PAÍS del 28 de marzo un artículo bien argumentado en el que defiende la guerra contra Irak desde un punto de vista moral. Bien argumentado, es lo menos que se puede decir de él, porque también es respetuoso hacia sus adversarios -muy de agradecer en momentos de pasiones desatadas- y es, sobre todo, valiente, ya que se necesitan agallas para enfrentarse con una opinión tan abrumadoramente contraria a esta guerra como es la actual. Y, como me temo que se le va a responder en tono muy distinto al suyo, me apresuro a expresar mi...

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Julio Carabaña, sociólogo respetado y viejo amigo, ha publicado en EL PAÍS del 28 de marzo un artículo bien argumentado en el que defiende la guerra contra Irak desde un punto de vista moral. Bien argumentado, es lo menos que se puede decir de él, porque también es respetuoso hacia sus adversarios -muy de agradecer en momentos de pasiones desatadas- y es, sobre todo, valiente, ya que se necesitan agallas para enfrentarse con una opinión tan abrumadoramente contraria a esta guerra como es la actual. Y, como me temo que se le va a responder en tono muy distinto al suyo, me apresuro a expresar mi radical discrepancia con sus argumentos intentando mantener su nivel, al menos en lo que toca a racionalidad y respeto hacia el oponente.

Creo que no deformo demasiado los argumentos de Carabaña si los resumo en tres. Desde un punto de vista moral, esta guerra no es, para él, sino un caso de injerencia humanitaria, principio que debe prevalecer sobre el de la no intervención en los asuntos internos de otros países, que rigió tradicionalmente las relaciones internacionales; Sadam Husein es un tirano incomparablemente más dañino que Milosevic, y si el mundo apoyó -e incluso exigió- la "intervención humanitaria" -léase el bombardeo de Belgrado- para proteger Kosovo, no hay razones para que condene ahora esta acción bélica. Segundo argumento: aunque las intenciones de los invasores de Irak sean interesadas, no hay que olvidar que toda intervención de este tipo tiene carácter arbitrario, es decir, que no hay una norma general que sirva para determinar a qué dictador o genocida se le va a aplicar el castigo internacional y a cuál no; en realidad, sólo se interviene cuando conviene a los poderosos, lo cual no es ni bueno ni malo, sino simplemente inevitable; no debemos, por tanto, preguntarnos sobre las intenciones de los que actúan contra un tirano concreto, sino si nos viene bien o no que lo hagan, y, en el caso actual, viene bien. Tercer argumento: éste es un terreno en el que todos nos dejamos llevar por un cierto oportunismo moral, pues cada uno de nosotros hace, en realidad, muy poco para resolver los grandes problemas del mundo (guerras, catástrofes, hambrunas); si, por una vez, alguien está dispuesto a hacer algo, no vamos a ponernos a exigirle pedigree de historial limpio e intenciones rectas; celebremos que lo haga y santas pascuas.

Es importante destacar que, desde sus primeras líneas, Carabaña aclara que sólo quiere discutir los aspectos morales de esta guerra y no su legalidad. Es verdad que en el párrafo final da a entender que no le parece legal, por faltarle el aval del Consejo de Seguridad, pero no da importancia a este hecho, que atribuye a la malevolencia de algunas grandes potencias, como Francia, Rusia y China, con intereses en Irak opuestos a los norteamericanos y británicos, razón por la que eran partidarios de mantener el statu quo con la dictadura iraquí. A mí, sin embargo, no es la moralidad de la decisión de guerrear lo que me interesa (aunque estoy seguro de que también podría discutirse; la necesidad de convencer a la opinión islámica de que los occidentales se guían por criterios morales no me parece desdeñable; aunque, tras la herencia colonial y el apoyo a éste y tantos otros dictadores en el pasado, no sería fácil). Doctores tiene la ética que sabrán más que yo sobre estas cosas. Lo que me parece crucial es el problema de la legalidad de esta guerra, justamente lo que Carabaña deja de lado y donde reside, en mi opinión, la debilidad de su argumentación.

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La civilización occidental lleva algo más de dos siglos -desde las revoluciones liberales- intentando que las relaciones de poder se rijan por un sistema de normas y no de principios morales. En esto se diferencian nuestros sistemas políticos de los del Antiguo Régimen, y de sociedades más tradicionales, como las musulmanas actuales, donde se supone que los poderes terrenales derivan su legitimidad de su función guardiana del bien moral, o defensora de la verdadera religión -razón por la cual están avalados por la divinidad y rebelarse contra el orden establecido es sacrilegio-. Muy al contrario, el mundo moderno, al no basarse en la unanimidad de creencias, considera los principios morales cuestión opinable, y por tanto, parte de la base de que cada cual tiene los suyos; la moral, siempre que no afecte a la vida de los demás, pertenece al ámbito privado, igual que la raza, la lengua o las inclinaciones sexuales, y al poder público le está vedado inmiscuirse en estas materias. Pero ciudadanos de diverso color de piel, con distintos valores morales, creencias y costumbres, tenemos que convivir y sólo podemos hacerlo respetando unas normas iguales para todos. Del establecimiento y la vigencia de estas normas comunes es de lo que se cuida el poder público; no de nuestras creencias ni de nuestra moral.

No es banal recordar aquí que los primeros que bebieron de esta filosofía ilustrada y construyeron un edificio político a partir de este tipo de principios cívicos (y no éticos, ni étnicos, ni religiosos) fueron los fundadores de los Estados Unidos de América. Ya sus predecesores, los "padres peregrinos", habían huido de la Europa de las guerras de religión y, por muy creyentes que fueran personalmente, comprendieron que la convivencia civilizada no podía basarse en la comunidad de creencias, sino en la libertad y el respeto al vecino. En Europa, dado el enjambre de disputas y derechos heredados del mundo medieval, se tardó algo más en asentar el poder político sobre bases semejantes, pero en definitiva también se ha logrado, lo cual es lógico, dado que los principios básicos venían de la Ilustración europea.

Que los primeros colonos americanos huyeran de una Europa enzarzada en guerras sin fin y, además, despótica, no es casual. Porque una situación en la que cada cual cree estar en posesión de principios morales superiores a los de los demás (recibidos, para colmo, por inspiración sobrenatural), no conduce sino a la guerra de todos contra todos y, en definitiva, al dominio del más fuerte. Por supuesto, al vencedor le sobrarán ideólogos dispuestos a justificar su dominio con argumentos basados en su superioridad moral o su adecuación a mandatos divinos. El modelo se ajusta así al de las películas del Oeste, en que el más rápido con la pistola es, además, el bueno, aquel que se ha ido cargando de razones a lo largo del filme para acabar eliminando violentamente al villano de turno. En algún momento de la historia reciente, como en 1918 o en 1945, ha dado la impresión de que la realidad no se distanciaba mucho de este cuadro tan idílico: la poderosa y desinteresada Norteamérica se veía obligada a intervenir en apoyo de las democracias europeas, empeñadas en una pugna muy incierta con déspotas, y propinaba a éstos el escarmiento que se merecían.

Pero los Estados Unidos hicieron más que eso: intentaron exportar su modelo democrático al terreno internacional, imponiendo cierto debate y racionalidad en las relaciones entre las potencias. Fueron presidentes americanos quienes impulsaron instituciones como la Sociedad de Naciones o las Naciones Unidas. Y fue un presidente americano, padre del actual, quien, tras la caída del comunismo y la desaparición de los bloques que habían dominado la guerra fría, prometió un "nuevo orden mundial", fórmula detrás de la cual pareció vislumbrarse un Consejo de Seguridad que actuaría como una especie de autoridad mundial, cuyas decisiones serían impuestas, por la fuerza si era necesario, por una coalición de grandes potencias, y un Tribunal Penal Internacional, ante el cual serían conducidos los dictadores y genocidas.

Transcurrieron los años de Clinton, que seguramente con el tiempo recordaremos como felices, de boom económico y escándalos banales, y con el giro del siglo un equipo de fundamentalistas cristianos, por unos centenares de votos cuya legalidad se discutió hasta el agotamiento, se aposentó en la Casa Blanca. Convencidos de tener a Dios de su parte, han decidido imponer al mundo una especie de apocalipsis redentor que produce escalofríos. Y, para poder utilizar con libertad su colosal fuerza militar, se han negado a apoyar el Tribunal Penal Internacional y se han embarcado en una acción militar ejemplarizante sin el aval de las Naciones Unidas. Como esta institución pone algunos límites a su uso de la fuerza la han declarado obsoleta, inadecuada para las necesidades del mundo hobbesiano. En cuanto a sus aliados europeos, se nos considera "débiles" (lo mismo que los fascistas decían de las democracias), cuando no -como sostiene Richard Kagan en un reciente libro de éxito- egoístas, instalados en la comodidad y dejándoles a ellos la tarea sucia de hacer de gendarmes del mundo, pese a que ambos nos beneficiamos por igual de ese orden que sólo ellos mantienen. En definitiva, se ven a sí mismos como Gary Cooper en Sólo ante el peligro: solos en la calle principal del pueblo, mientras los cobardes europeos, escondidos tras las contraventanas de sus casas, temblamos y esperamos a que caiga el malvado Sadam Husein con la sien atravesada por un balazo.

Pero ocurre que la realidad es más compleja que los westerns. No hay duda de que los norteamericanos son, hoy, los más fuertes. También parecen convencidos, al menos sus gobernantes, de estar cargados de razones morales, e incluso de misiones divinas. Nada de eso es una novedad, porque muchos otros han declarado, antes que ellos, tener a Dios de su parte (el más reciente, Osama Bin Laden). Mas, si significa algo, es un retroceso en la evolución de los sistemas políticos. Lo que de verdad demostraría la "superioridad" de Occidente, si se me permite usar tan incorrecto lenguaje, sería el hecho de ir a los conflictos cargados de legalidad. Con ellos probaríamos que nuestro sistema se rige por principios jurídicos y no por cruzadas ni por impulsos de redimir moralmente a quien no nos lo ha pedido. Los gobernantes americanos, al tomar una decisión tan grave como la guerra actual al margen de ese embrión de autoridad mundial que es el Consejo de Seguridad, han tirado por la borda este principio, así como han abandonado su tradición de multilateralismo. Han abrazado la lógica de los grandes imperios hegemónicos, la de la arrogancia, la que llevó al desastre a Felipe II, a Napoleón o a Hitler. Si la historia enseña algo, es que una pax americana basada en el uso permanente de la estaca inaugura un nuevo ciclo imperial, lo que significará tenso orden durante algún tiempo, seguido inevitablemente por una decadencia y un catastrófico derrumbamiento final.

Puede que a Julio Carabaña los años y las desilusiones le hayan ido cargando de pesimismo y considere inevitable la ley de la fuerza como norma de las relaciones humanas. Lo entendería, porque todos sufrimos alguna evolución en ese sentido. Pero no se pueden aceptar sus argumentos, porque a partir de ellos se justifican demasiadas guerras; a decir verdad, todas las guerras. Puesto que derrocar tiranos es moral, y puesto que hay una potencia que está dispuesta a hacerlo y tiene fuerza suficiente para ello, después de Afganistán (que no discuto) e Irak vendrán Siria, Irán, Corea del Norte, Libia, Sudán o, ¿por qué no?, Venezuela. En cada uno de estos sitios, tras destronar al dictador, se instalará un régimen marioneta, inestable, protegido por tropas occidentales, asediado por guerrillas... ¿Durante cuánto tiempo está Occidente dispuesto a apoyar, con tropas y dinero, a estos regímenes? Crecerá además el resentimiento contra nosotros, con atentados suicidas en nuestros centros comerciales o lugares turísticos. La vigilancia de fronteras se convertirá en insoportablemente rigurosa. Se recortarán las libertades públicas. Avanzaremos hacia la sociedad policiaca (Guantánamo). ¿Estamos dispuestos a soportar este coste? ¿Vale la pena?

Una última consideración que ofrecería a Carabaña, y que me hace pensar que no he llegado a una aceptación de la Realpolitik tan descarnada como la suya, es que vale la pena seguir manteniendo, en algún rincón de nuestro corazón, una llamita encendida en el altar de la utopía ilustrada; deberíamos seguir luchando por que las relaciones humanas se rijan por algo más de racionalidad, aunque sea poco a poco y con retrocesos y rodeos. En España, nuestra generación vivió una oportunidad histórica a la muerte del dictador y podemos presumir de haberla aprovechado razonablemente bien; el país que estamos legando a nuestros hijos es bastante mejor que el que recibimos de nuestros padres. En el terreno internacional hemos tenido otra oportunidad a partir de 1989-1991, cuando se abrió la posibilidad de crear, no otro sistema imperial más, sino un orden internacional verdaderamente nuevo, nunca experimentado antes, regido por algo semejante a una asamblea de potencias, que establecería un conjunto de normas para los conflictos internacionales. La realidad nos está mostrando la enorme dificultad de llevar a cabo ese proyecto, al menos a corto plazo. Pero hay gente que sigue ilusionada con este ideal y sigue creyendo necesario poner límites legales -ya que el recurso a la ley es la expresión de nuestra moralidad- a la acción de los más fuertes. A juzgar por las encuestas y las recientes manifestaciones masivas en distintas ciudades, no son pocos los que piensan así. Será ingenuo. Pero la alternativa es la ley de la selva.

José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense (Madrid).

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