Tribuna:PANTALLAS DE GUERRA

Nuevos formatos

A Tony Blair no le gusta cómo sale la guerra en la nueva televisión. El otro día se quejó en la rueda de prensa de Camp David, delante de un Bush que sólo entiende de cine viejo al estilo John Wayne, de que el verdadero problema de esta guerra es que parece durar mucho más de la cuenta sólo porque es retransmitida por las cadenas en formato de información continua, 24 horas sobre 24, y en tiempo real. Esa nueva costumbre mediática desmoraliza mucho al público, amplifica el horror, alarga el timing y siembra el globo de rumores no emitidos por el alto mando. Por lo visto, ese famoso efec...

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A Tony Blair no le gusta cómo sale la guerra en la nueva televisión. El otro día se quejó en la rueda de prensa de Camp David, delante de un Bush que sólo entiende de cine viejo al estilo John Wayne, de que el verdadero problema de esta guerra es que parece durar mucho más de la cuenta sólo porque es retransmitida por las cadenas en formato de información continua, 24 horas sobre 24, y en tiempo real. Esa nueva costumbre mediática desmoraliza mucho al público, amplifica el horror, alarga el timing y siembra el globo de rumores no emitidos por el alto mando. Por lo visto, ese famoso efecto perverso de la sesión continua y de la webcam permanente y panóptica no estaba previsto en los cálculos de la estrategia aliada, a pesar del tiempo que tuvieron para prepararla y, sobre todo, a pesar de que pudieron contar con la impagable experiencia del tercer hombre, recién escaldado por esa otra guerra del petróleo, del Prestige, y que sabía muy bien lo que significaban las telediarios de información continua y un Internet lleno de fugas que no paraba de chorrear chapapote.

A Tony Blair no le gustan los nuevos formatos de esta guerra. Ni las nuevas cadenas televisivas de información continua ni los viejos periódicos de información continua colgados en la Red. Él hubiera preferido el tradicional formato del telediario de tres cuartos de hora, en prime time, con un directo muy puntual y los titulares de papel del día después. Es más, así es como se concibieron las primeras acciones de esta guerra: planificando los misiles y los B-52 a eso de la medianoche, hora de Bagdad, para que coincidieran con el prime time europeo de los telediarios y los corresponsales pudieran retransmitir en directo, desde el balcón del hotel Cedar en el que estaban encerrados, el reality show de las bombas inteligentes, mientras el conductor del telediario hacía montaje paralelo con alguno de los tropecientos periodistas también encerrados en los carros de combate en su travesía del desierto.

Pero la puntería sobre Bagdad empezó a fallar, y el rally Kuwait-Bagdad, a ralentizar; ocurrieron los primeros efectos colaterales de sangre y arena, los corresponsales se decidieron a salir a la calle, muy a deshora, con sus videoconferencias verdosas, y como siempre, Al Yazira no respetó las reglas del juego; en este caso, los horarios del prime time europeo. Así es como se fue al carajo el antiguo formato telediario tan deseado por Blair, y cuando los bombardeos empezaron a ser aleatorios, incluso obscenamente diurnos, y las conferencias de prensa del general Franks ni siquiera podían respetar los horarios fijados porque cuando en una guerra fallan la puntería y la velocidad, falla toda la guerra, el público global, que es bastante más moderno que Tony Blair, desertó de los viejos telediarios y se enganchó a las cadenas de información continua, a los periódicos electrónicos de información continua, a los rumores de información continua de Internet, al boca oreja del ciberespacio y se dedicó a zapear sin orden ni concierto ni el menor respeto por la teoría de los medios "específicos y dominantes" con la que nos machacaron los comunicólogos del siglo pasado.

Ocurrió la temida contaminación mediática, el horror de los teóricos, y la guerra del trío de las Azores se salió de formato. Pero no sólo saltó por los aires el telediario dominante con su duración de tres cuartos de hora cuarteado en rígidas secciones (internacional, nacional, sociedad, espectáculos y meteo) más un directo a horario fijo con corresponsal a pie de ruina humeante, lo cual, bien pensado, era un disparate ontológico; también falló el famoso formato cine con el que los comentaristas despistados intentan metaforizar esta guerra por aquello del Séptimo de Caballería, los rostros curtidos tipo secundarios de Hollywood del plató de Doha o las analogías con un actual cine de acción estilo Black Hawk derribado, de Ridley Scott. Aquí, en cuanto a metáfora narrativa, también hay que cambiar rápidamente de formato.

Porque si la primera del Golfo, como se dijo, fue una guerra de videojuego por aquello de que en pantalla sólo veíamos el punto de vista del misil desde el punto de vista del telediario, videojuego primitivo; la segunda, como su propio nombre indica, tiene como modelo exacto las hazañas bélicas de la PlayStation2. Ya no hay una sola mirada, la del que al mismo tiempo apunta, dispara y cuenta, como en la PlayStation1, ni una sola estrategia determinada de antemano, con muy poca incertidumbre y casi nada de interactividad. Ahora, en la segunda consola, son varios jugadores y puedes adoptar a tu antojo uno u otro rol, miradas diferentes, plurales, saltas continuamente de pantalla y de escenario, la estrategia cambia según van ocurriendo los acontecimientos, también puedes jugar on line, el enemigo reacciona, los muertos y los destrozos se ven mucho, con detalle tridimensional, los simuladores de vuelo son exactamente los mismos que utilizan los pilotos de los Apache o los F-15, y aunque el resultado final está cantado -entraremos en Bagdad y caerá el malo-, la batalla puede durar indefinidamente, con muchas bifurcaciones basadas en la lógica del efecto perverso, tal y como teme Blair. Y en cuanto a la célebre interactividad de la PlayStation2, también hay muchas analogías con esta segunda guerra: puede funcionar, y mucho, la opinión pública antes de que en pantalla aparezca eso del game over. Lo peor de todo, ay, es que esos juegos de guerra de la PlayStation2 siempre tienen una segunda o tercera parte.

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