Crítica:

Caza en primera persona

Hace poco, en un programa televisivo sobre libros, el presentador señalaba como prueba del auge de la literatura autobiográfica el parejo auge de las novelas en primera persona. El paralelismo ilustra un malentendido muy común sobre esta materia tan delicada en toda construcción novelística: la voz en primera persona como destinataria de las necesidades confidenciales del autor. En ese programa a nadie se le ocurrió exigir la obligación ficcional, no menor que la de la voz omnisciente, que tiene todo autor al diseñar esa instancia narradora. En toda novela de estas características, el rango in...

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Hace poco, en un programa televisivo sobre libros, el presentador señalaba como prueba del auge de la literatura autobiográfica el parejo auge de las novelas en primera persona. El paralelismo ilustra un malentendido muy común sobre esta materia tan delicada en toda construcción novelística: la voz en primera persona como destinataria de las necesidades confidenciales del autor. En ese programa a nadie se le ocurrió exigir la obligación ficcional, no menor que la de la voz omnisciente, que tiene todo autor al diseñar esa instancia narradora. En toda novela de estas características, el rango inventivo de la voz que narra es motor angular del proceso de representación. Mal le iría a la novela en cuestión si lo que se cuenta el lector lo entendiera como lo que le sucede al autor y no al personaje que narra. Ésta es una cuestión. La otra, son los límites narrativos de esa voz. Es decir, que un personaje responsable de todo el relato de su historia no puede contar lo que no ve. Puede contar lo que siente, lo que piensa, lo que ve, lo que le cuentan o lo que conjetura, pero no, como ocurre en una novela reciente española, aquello que piensan otros personajes, a no ser, claro, que antes se defina las dotes adivinatorias de ese narrador. En la novela española de los últimos años, se han visto no pocos ejemplos. El vale todo imponiéndose al rigor de las leyes más elementales del edificio novelesco. Como si Flaubert o Henry James nunca hubieran escrito nada al respecto. Como si nunca Vargas Llosa hubiera concebido páginas definitivas sobre el "estilo indirecto libre" en Madame Bovary. Como si no existieran los textos analíticos de Nabokov sobre los más grandes novelistas europeos. Creo que esta reflexión introductoria casa bien con el patrón constructivo de Los príncipes nubios, de Juan Bonilla.

LOS PRÍNCIPES NUBIOS

Juan Bonilla

Seix Barral. Barcelona, 2003

291 páginas. 17 euros

Resumimos su materia argumental. Moisés Froissard Calderón, ex entrenador de fútbol de divisiones infantiles, decide enrolarse en una ONG. Estando en Bolivia conoce a alguien que lo pone en contacto con el Club Olimpo, tapadera de una organización internacional de prostitución. Moisés es captado como "cazador", como llaman a quienes reclutan jóvenes en distintos estadios de pobreza y marginación. Uno de los nubios es el eje de esta novela que bascula entre el relato de denuncia social y el artefacto de ficción sólidamente construido.

A Juan Bonilla se le ha repro-

chado, a veces, su propensión a la carga digresiva en sus novelas, como si la digresión no fuera parte de la novela. En Los príncipes nubios la digresión nunca es lastre, sino parte de su unidad compositiva. Hay un eje central, que es la búsqueda de un nubio, y un eje moral, que es el progresivo autoconocimiento del protagonista, mezcla este último de cinismo, autoengaño y tardío remordimiento. Pero junto a esos dos ejes, se adhieren historias colaterales que enriquecen y otorgan juego argumental a la novela: desde el dibujo con voluntad simbólica de una Málaga apocalíptica hasta la frialdad con que el protagonista recibe la muerte de sus padres. No son menores las intervenciones intertextualistas. La cita del novelista Roberto Arlt, que tanto alumbra ese costado humorístico, sarcástico y delirante que tiene esta lograda novela. O la referencia, entre irónica y de autoridad, a una frase de Stephen King sobre las, para él, tres partes fundamentales en toda novela: la historia, la descripción y el diálogo, instancias que aquí se cumplen a rajatabla y con absoluta eficacia. Y vuelvo al principio: al uso que hace Juan Bonilla de la primera persona. Es impecable. Y absolutamente verosímil en su registro verbal. El autor juega con la necesidad que siente el narrador, por momentos, de acudir a un Narrador Omnisciente para que le ilumine esas zonas que, por definición, a él le están prohibidas. Poner al descubierto estas costuras son parte del juego literario a que nos invita Bonilla. Y la garantía de que lo que se nos cuenta es verdad, sobre todo, porque está excelentemente argumentado con las leyes narrativas en la mano.

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