LECTURA

El regreso de ETA condenó a Batasuna

El 12 de octubre de 2002, el lehendakari Ibarretxe declaró que el verdadero objetivo de su propuesta de nuevo marco político (estatus de libre asociación) era "erradicar la violencia de ETA" de una vez por todas y alcanzar una "libertad plena" para toda la ciudadanía. En el folleto difundido a fines de año por el Gobierno vasco para popularizar esa propuesta se resumen los contenidos del proyecto en 10 puntos: reconocimiento jurídico de nuestra identidad nacional y del derecho de la sociedad vasca a ser consultada, libertad de relaciones con Navarra y País vasco-francés, poder judicial ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

El 12 de octubre de 2002, el lehendakari Ibarretxe declaró que el verdadero objetivo de su propuesta de nuevo marco político (estatus de libre asociación) era "erradicar la violencia de ETA" de una vez por todas y alcanzar una "libertad plena" para toda la ciudadanía. En el folleto difundido a fines de año por el Gobierno vasco para popularizar esa propuesta se resumen los contenidos del proyecto en 10 puntos: reconocimiento jurídico de nuestra identidad nacional y del derecho de la sociedad vasca a ser consultada, libertad de relaciones con Navarra y País vasco-francés, poder judicial autónomo, garantía de decisión de nuestras instituciones sin injerencias, reconocimiento de selecciones deportivas vascas, gestión de la Seguridad Social, titularidad de las infraestructuras, derecho de ratificación de decisiones exteriores que afecten a competencias vascas, voz propia en Europa como Comunidad Política Libre Asociada.

'Cómo hemos llegado a esto. La crisis vasca'

José Luis Barbería y Patxo Unzueta Taurus

El primer problema que plantea la propuesta del 'lehendakari' es que, contra lo que proclama, no sirve para acercar el fin de ETA y sí para desencadenar una dinámica de ruptura interna de la sociedad vasca
La movilización cívica contra el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, concejal del PP de Ermua, alertaría al PNV del riesgo de que la derrota política de ETA arrastrase la de todo el nacionalismo
Más información

Hay, por tanto, una continuidad entre el Plan Ibarretxe y otros anteriores en los que también se ligaba el fin de la violencia y el asentamiento de la convivencia a la obtención de nuevas cotas de autogobierno; es decir, a la satisfacción de determinadas reivindicaciones o aspiraciones nacionalistas.

Aunque ese planteamiento se remonta a la transición, fue sobre todo a partir de mediados de los noventa cuando el nacionalismo lo desarrolló de forma explícita. En febrero de 1994, el miembro de la dirección del PNV, Juan María Ollora, encargado por su partido de explorar vías de superación de la violencia, presentó sus primeras conclusiones en una conferencia pronunciada en la Universidad de Leioa. En ella planteaba ya claramente la hipótesis de que la clave de la solución era el reconocimiento del derecho de autodeterminación. Era lo que consideraba "ir a las causas" en nombre de las cuales ETA justificaba su permanencia. Aunque son posibles otras interpretaciones, hay razones para pensar que en aquel momento el PNV, o al menos Ollora, era sincero en su planteamiento: el objetivo no era sacar partido del fin de la violencia, como más tarde pudo pensarse, sino tratar de convencer a ETA de que desistiera de la manera considerada más factible o menos costosa.

Ese planteamiento se plasmaría tres años después en una declaración pública, resultado de un debate interno, en la que el PNV se declaraba dispuesto a "moverse y arriesgar" para alcanzar la paz, aunque no a dejarse llevar a "estrategias, tácticas o colaboraciones incompatibles con nuestro ser político, es decir, sin abandonar y desvirtuar nuestra alternativa ni nuestra estrategia". Una pista para interpretar el sentido de esa advertencia era la referencia crítica incluida en el texto a quienes habían intentado utilizar el Pacto de Ajuria Enea como un "pacto antiterrorista". La idea parecía ser que había que tomar iniciativas a favor del fin de la violencia, pero evitando que implicasen un enfrentamiento directo del nacionalismo democrático con el nacionalismo violento.

Rebelión cívica

Con esa mentalidad recibió el PNV la rebelión cívica provocada por el secuestro y asesinato, en julio de 1997, de Miguel Ángel Blanco, concejal de Ermua. Aquella movilización alertaría a ese partido del riesgo de que la derrota política de ETA arrastrase la de todo el nacionalismo. Más concretamente, de la posibilidad de que las fuerzas no nacionalistas se unieran, pese a su rivalidad en el escenario de la política española, y fueran capaces de alcanzar en Euskadi una mayoría suficiente para gobernar. La reflexión de los dirigentes más próximos a Herri Batasuna (HB), como Egibar, convergió con la del sector más pragmático en la necesidad de recomponer la unidad de la comunidad nacionalista para "hacer visible" la mayoría nacionalista, impedida por el "obstáculo" de la violencia. El ideal de la unidad abertzale se hacía así compatible con los intereses políticos del nacionalismo instalado: para seguir gobernando, y partiendo de que dejar de hacerlo sería una desgracia irreparable para el futuro del pueblo vasco, era necesario algún tipo de acuerdo con HB, y para que tal cosa no provocase la fuga del voto moderado, resultaba imprescindible que ETA se eclipsara.

Ese cálculo está detrás de los pactos secretos del PNV (y EA) con ETA del verano de 1998, así como de su proyección pública en el Pacto de Lizarra. Un acuerdo que lleva hasta el final la lógica de la estrategia de convencimiento amistoso del mundo de ETA. El partido que gobernaba desde 1980 gracias al Estatuto de Gernika asume, a cambio de una tregua temporal pero ampliable de ETA, lo esencial del planteamiento de esa organización respecto a la incapacidad de la autonomía para satisfacer las demandas auténticas del pueblo vasco y a la necesidad, por ello, de romper con el marco político vigente mediante la imposición de uno nuevo que abra paso a la independencia y a la integración de Navarra y el País vasco-francés. Ese planteamiento exige, a su vez, la ruptura de cualquier lazo con las fuerzas no nacionalistas.

La vuelta a la violencia por parte de ETA dejó sin sentido ese cálculo, abriendo un nuevo periodo en el que la frontera se sitúa entre quienes consideran necesario derrotar a ETA y quienes temen que tal cosa ocurra. Lo que fracasa con Lizarra no es sólo una estrategia del PNV, sino el planteamiento, compartido por la mayoría de los partidos (y medios de comunicación), de que era posible hacer entrar en razón a ETA con una determinada combinación de medidas políticas y policiales. La idea era que la consolidación de la democracia y del sistema autonómico, unido al debilitamiento policial de ETA, provocaría en esta organización una reacción similar a la que llevó a la rama Político-militar a su autodisolución a comienzos de los ochenta. Interesaba mantener un partido político que compartiera los planteamientos de ETA de manera que, llegado el momento, jugara el mismo papel de EIA (antecedente de Euskadiko Ezkerra) en relación a ETA (p-m). Los intentos del Gobierno de Felipe González, entre 1983 y 1986, de oponerse a la legalización como partido de la entonces agrupación electoral Herri Batasuna fueron impugnados por gran parte de la opinión publica con argumentos similares al expuesto. La decisión final de los jueces, ordenando, tras una serie de recursos, la inscripción de HB en el registro, fue una proyección de ese consenso social.

La experiencia de Lizarra

Pero la experiencia de Lizarra demostró que era una ilusión; que ETA, como todas las organizaciones totalitarias, aspira al poder, y que las concesiones políticas parciales no sólo no le hacen desistir, sino que reafirman su convicción de que sólo la lucha, la lucha armada, paga. Pensar que ETA fuera a plegar velas porque se añadieran más competencias a las del Estatuto, o se reformase éste en el sentido querido por el PNV, era algo que ya se veía improbable en los tiempos del Pacto de Ajuria Enea y del posterior intento de prolongarlo con el llamado Plan Ardanza. El Pacto de Lizarra fue mucho más allá (hasta la aceptación de lo esencial del programa de ETA y HB en relación al autogobierno) que lo previsto en tales planes, pero no sirvió para convencer a ETA ni para que su brazo político se distanciase de ella.

Aunque en un primer momento no se comprendieron las implicaciones que tenía el desenlace del experimento, la ruptura de la tregua fue la condena de HB, o de su sucesora, Batasuna, a la ilegalidad. Así lo han admitido personas que en su día fueron muy influyentes en la gestación, tanto del Pacto de Ajuria Enea como del Plan Ardanza. En un artículo publicado el 15 de septiembre de 2002, José Luis Zubizarreta, principal asesor del anterior lehendakari, afirmaba que "cuando la tregua se rompió, todo el mundo pudo darse cuenta de que los esquemas de Ajuria Enea no tenían futuro. El brazo político se había demostrado absolutamente incapaz de propiciar la paz mediante la integración del entramado en el sistema. Era perfectamente inútil, prescindible".

Si ni siquiera había servido Lizarra, menos podía servir la propuesta de salida negociada de Ajuria Enea o del Plan Ardanza. Porque sus planteamientos se basaban en una hipótesis refutada por la práctica: la de que existía la posibilidad de convencer a ETA sin derrotarla. Ya no había motivo para seguir ignorando -escribe ahora Zubizarreta- "los trapos sucios que, por la paz, se habían disimulado durante años".

De esos trapos sucios se estaba encargando desde tiempo atrás el juez Garzón. Una vez que se conocieron en detalle, y no ya como hipótesis periodísticas, sino como pruebas de cargo incluidas en un sumario, la vuelta atrás resultaba imposible: ningún Gobierno podría dejar de intentar hacer posible la ilegalización judicial de un partido del que consta que se presenta o no a las elecciones, participa o no en las instituciones, elabora sus listas o vota en las asambleas legislativas de acuerdo con decisiones tomadas en instancias en las que la última palabra la tiene una organización terrorista que, a su vez, se financia mediante secuestros y extorsiones y que asesina a los concejales, diputados o dirigentes de los demás partidos.

Pese a que estas y otras muchas singularidades de Batasuna eran conocidas desde hacía tiempo, el PNV se opuso de una manera muy enérgica a su ilegalización. Es posible que haya un componente hipócrita en esa oposición. Tal vez el PNV desea la ilegalización de Batasuna con su voto en contra: para garantizar que será el destinatario de los votos de esa formación, una vez disuelta. Porque, aunque la apertura del nacionalismo tradicional hacia la izquierda abertzale no resultó eficaz para acabar con la violencia, sí sirvió, en cambio, para que Batasuna perdiera la mitad de sus escaños en favor del otro nacionalismo, ya reunificado en la coalición PNV-EA. Se cerraba así, por una vía no prevista, el círculo de la nueva estrategia: el ideal de la unificación abertzale bajo hegemonía nacionalista era funcional desde el punto de vista electoral, y ahora proporcionaba además una coartada moral: servía para minar a ETA, restándole apoyos. El sueño de cualquier partido: que su programa máximo resulte rentable electoralmente y además virtuoso.

Ese aval moral es decisivo para tranquilizar la conciencia de quienes son acusados de jugar con ventaja; de plantear propuestas, como la de la autodeterminación, a sabiendas de que quienes discrepen de ella en público se convierten en objetivos potenciales de la persecución del mundo de ETA.

La ilegalización de Batasuna

La ilegalización de Batasuna aparece, por tanto, como el desenlace casi inevitable de un proceso cuyo momento crítico fue la ruptura de la tregua por parte de ETA, en enero de 2000. Es decir, el mismo mes en que se celebra en Bilbao la Asamblea Nacional del PNV, en la que ese partido rompe a su vez con lo esencial de la tradición autonomista mantenida durante décadas y aprueba, como base doctrinal alternativa, una ponencia soberanista (titulada Ser para decidir) que anticipa los argumentos que acabará incorporando Ibarretxe a su discurso rupturista.

El primer problema que plantea la propuesta del lehendakari es que, contra lo que proclama, no sirve para acercar el fin de ETA, y sí para desencadenar una dinámica de ruptura interna de la sociedad vasca. ETA ha definido el plan de Ibarretxe como "una apuesta por la prolongación de la guerra". Por su parte, el portavoz de Batasuna, Arnaldo Otegi, dejó claro (Deia, 20-10-02) que la base para cualquier acuerdo que abriera paso a una tregua no podría ser ese plan, sino la propuesta, planteada en el verano de 1999, de apertura de "un proceso constituyente en el conjunto del país". Es decir, aquel plan que se iniciaba con la convocatoria de elecciones en Euskadi, Navarra y País vasco-francés, en régimen de circunscripción única y al margen de toda legalidad, que al portavoz del PNV le pareció en su día "estrambótica", y cuyo rechazo por ese partido fue invocado por ETA como causa de la ruptura de la tregua.

La iniciativa de Ibarretxe traslada la fractura que ya existía entre los partidos a la sociedad: por una parte, por su pretensión de buscar en las organizaciones sociales (patronales, sindicatos, universidades) el aval que no encuentra en los partidos de la oposición al tripartito que preside; por otra, porque la consulta soberanista colocada al final del proceso fuerza desde el inicio del mismo dinámicas excluyentes: con España o con Euskadi independiente. Esa consulta tendría por objetivo "desbloquear" (la expresión es de un intérprete cualificado de Ibarretxe) el conflicto institucional que se plantearía si el plan fuera aprobado en el Parlamento vasco, pero no convalidado en el Parlamento español. Aunque es posible que ni siquiera Ibarretxe haya calculado los efectos de un desafío de tal magnitud, también lo es que algunos de los que le han animado a ir por ese camino no es que no teman, sino que buscan ese enfrentamiento entre dos legitimidades. El referéndum sería la materialización de la ruptura.

Se trata, por tanto, de un planteamiento sectario y peligroso. No se argumenta por qué sería necesario modificar un marco que ha sido capaz de suscitar el consenso de partidos que representan a más del 80% de la población para sustituirlo por otro que, como máximo, contaría con el acuerdo de los representantes del 50%, y ello para dar satisfacción al 10%. Tal como ha sido planteada, la fórmula de Ibarretxe no supone una mera reforma de los contenidos competenciales del Estatuto, sino la liquidación de su fundamento esencial: el de constituir un pacto interno de convivencia entre nacionalistas y no nacionalistas. Estos últimos son invitados a sumarse a un proyecto cuyo desenlace -con calendario incluido- no puede ser otro que la autodeterminación para la independencia: el programa nacionalista máximo. La inquietud está justificada porque la lógica de ese planteamiento lleva a situaciones que el nacionalismo democrático no plantea, pero que el no democrático tiene previstas hace tiempo: el establecimiento de dos clases de ciudadanos, los vascos de pleno derecho, y los otros, que, como advertía un boletín de ETA de 1999, "tendrían que votar en sus consulados", porque "en Euskal Herria no se hacen elecciones españolas".

En un comunicado fechado el mismo día en que Ibarretxe presentaba su propuesta, ETA declaraba "objetivos militares" a todas las sedes y actos políticos del PP y PSOE. Lo que no impidió que quienes quedaban excluidos de esa amenaza, y algunos que se niegan a reconocer estar incluidos, rechazaran el intento de poner fuera de la ley al entramado coactivo en cuyo centro está ETA, argumentando que se trataba de una "imposición" que no respeta "la opinión mayoritaria" de los vascos.

¿Cómo es posible, cómo hemos llegado a esto? Pues así: mirando para otro lado.

Un vecino de Rentería tapa los ojos a su hijo al pasar ante el cadáver del edil del PP Manuel Zamarreño, asesinado por ETAAP

El chantaje de los nacionalistas

EL TEMOR DE LOS DIRIGENTES del PNV, tras la movilización de Ermua, en 1997, a que la derrota de ETA fuera también su derrota explica el pacto del nacionalismo democrático con el nazismo etarra: el plasmado en Lizarra y cuyo objetivo es la exclusión, voluntaria o forzada, de las formaciones no nacionalistas de la política vasca. Ese temor está también detrás de la oposición del nacionalismo instalado a la ilegalización del brazo político de ETA.

Tras la tregua, ETA ha asesinado a siete ediles del PP y del PSOE, y sus cuadrillas de acoso han seguido sus ataques contra concejales no nacionalistas, buscando su renuncia.

El sufrido por Ana Urchueguía, alcaldesa socialista de Lasarte, en el frontón Atano III, en el verano de 2002, expresa de manera condensada los efectos del pacto entre los dos nacionalismos: el acoso a un cargo público por parte de una jauría que lanza objetos e insulta a gritos -fascista, asesina-, sin que intervenga la policía ni surja de entre el público nadie que le defienda. O, días después, la imagen de Urchueguía y los demás concejales del PSOE, que tiene mayoría absoluta en el municipio, sin poder salir al balcón del Ayuntamiento, según es tradición en vísperas de San Pedro, ante la actitud agresiva de una parte de los vecinos, mientras que los concejales nacionalistas, incluidos los dos de Batasuna, saludaban desde otro balcón. El socialista Ramón Jáuregui revelaría días después que la Ertzaintza había ofrecido a la alcaldesa intervenir contra los agresores, pero advirtiendo de que tendría que practicar detenciones; según Jáuregui, fue la propia Ana Urchueguía quien decidió evitar esa situación, convencida de que supondría arruinar las fiestas del pueblo.

La mayoría acogotada por la minoría audaz, la falta de autoridad de las instituciones, el chantaje de que sólo hay tranquilidad si mandan los nacionalistas: todos los elementos del drama vasco se concentran en esas dos imágenes. Incluido como telón de fondo el que más recuerda a lo ocurrido hace 70 años en Alemania, que no aparece en las fotos, pero sí en una tira publicada hace más de dos décadas por el dibujante Juan Carlos Eguillor como metáfora de lo que ya comenzaba a ser Euskadi: un payaso trata por todos los medios de hacer reír al público; los espectadores, sin embargo, están cada vez más enfadados. El payaso, desesperado, saca un revólver y se vuela la cabeza. En la última viñeta se ve al cómico muerto en medio de un charco de sangre mientras el público ríe, por fin, a grandes carcajadas.

Archivado En