Columna

El Estado

En Arkansas hay un hombre condenado a muerte, pero no lo pueden ejecutar porque está loco y las leyes sólo permiten matar a personas sensatas. Para resolver esta contradicción, los jueces han ordenado curar al prisionero y, una vez en su juicio, acabar con él. Tampoco pretenden que la curación sea muy firme: basta con que dure el tiempo que tarda en electrocutarse una persona normal. Lo previsible, por tanto, es que aten al enfermo a la silla eléctrica, le administren los antipsicóticos que procedan y aprieten el botón en el momento en el que vean aparecer un brillo de lucidez en sus pupilas. ...

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En Arkansas hay un hombre condenado a muerte, pero no lo pueden ejecutar porque está loco y las leyes sólo permiten matar a personas sensatas. Para resolver esta contradicción, los jueces han ordenado curar al prisionero y, una vez en su juicio, acabar con él. Tampoco pretenden que la curación sea muy firme: basta con que dure el tiempo que tarda en electrocutarse una persona normal. Lo previsible, por tanto, es que aten al enfermo a la silla eléctrica, le administren los antipsicóticos que procedan y aprieten el botón en el momento en el que vean aparecer un brillo de lucidez en sus pupilas. El acto requiere precisión, porque si la corriente se activa antes de que los medicamentos actúen (o después de que se hayan pasado sus efectos), el reo podría morir loco, lo que arruinaría la carrera del verdugo. Enviar un hombre a la muerte exige, como vemos, la misma tensión que enviarlo al espacio. No siempre sale bien.

El New York Times tituló la noticia de este modo: "El Estado puede hacer a un prisionero lo suficientemente cuerdo para ejecutarlo", lo que quiere decir que es capaz de darte la vida con el objeto de quitártela. Parece un juego de palabras, y quizá tenga esa voluntad, pero no hemos conseguido encontrarle la gracia. De hecho, preferiríamos un Estado capaz de hacer a un pobre lo suficientemente rico como para comer todos los días; un Estado preocupado por universalizar la enseñanza, la sanidad, la educación y la seguridad; un Estado que contribuyera a crear un mundo más habitable, en fin. Pero el Estado -o lo que queda de él- dedica sus energías a unas perversiones rarísimas. No es que haya renunciado a los ideales de libertad, igualdad y fraternidad; es que se ha vuelto loco.

¿No sería más lógico, visto lo visto, que fueran los jueces quienes se tomaran los medicamentos antipsicóticos antes de enfundarse la toga? Parece evidente que sí. De paso, podrían enviar las pastillas sobrantes a los señores de la guerra preventiva, porque hay que estar muy mal de la cabeza para llegar a la conclusión de que el mejor modo de evitar una guerra es llevarla a cabo. No olvidemos, pues, que la manifestación de mañana en contra de los bombardeos es también a favor del raciocinio. Viva la salud mental.

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