Gloriosa bajada al infierno
Arranca el vendaval de Ciudad de Dios -nombre, escupido por un sarcasmo blasfemo, de uno de los abismos de miseria absoluta que cercan las risueñas carnavaladas de Río de Janeiro- de una escalada de poderosas imágenes de la violencia que anida en las tripas de la pobreza. Pero, pese a comenzar tan por arriba, el mecanismo de la acción desatada que recorre el filme no detiene allí su vuelo y sigue subiendo. Estamos ante verdadera acción, ante verdadera violencia liberadora, y no a la sombra de rutinarios ajetreos digitales y sucedáneos patentados por Hollywood. Es un arranque de tanta al...
Arranca el vendaval de Ciudad de Dios -nombre, escupido por un sarcasmo blasfemo, de uno de los abismos de miseria absoluta que cercan las risueñas carnavaladas de Río de Janeiro- de una escalada de poderosas imágenes de la violencia que anida en las tripas de la pobreza. Pero, pese a comenzar tan por arriba, el mecanismo de la acción desatada que recorre el filme no detiene allí su vuelo y sigue subiendo. Estamos ante verdadera acción, ante verdadera violencia liberadora, y no a la sombra de rutinarios ajetreos digitales y sucedáneos patentados por Hollywood. Es un arranque de tanta altura que tras él no parece posible que la intensidad de la escalada de sucesos y vuelcos emocionales pueda acentuarse e ir a más, pero la bajada al infierno que mueve Ciudad de Dios se ahonda hacia arriba empujada por un crescendo incesante.
CIUDAD DE DIOS
Director: Fernando Meirelles. Guión: Bráulio Mantovani. Intérpretes: Alexandre Rodrigues, Matheus Nachtergaele, Leando Firmino da Hora, Phelipe Haagensen, Seu Jorge. Género: Drama. Brasil, 2002. Duración: 130 minutos.
Estamos ante el crimen innumerable de las bandas de niños y adolescentes que tiñen con sangre el polvo y la mugre de la impenetrable jungla de la favela. Y, tras la persecución a tiro limpio, por laberintos y vericuetos de las malas calles, de una despavorida gallina, brote de genio cinematográfico que configura una metáfora surreal de la violencia absoluta, la infernal escalada sigue doblando esquinas imprevisibles. Y desconcierta, porque en ella se mueve la insolencia del absurdo, ese golpe de surrealidad que alimenta el realismo de esta terrible y hermosa película claustrofóbica hambrienta de aire libre.
Bautismo de sangre
La fuerza de arrastre del arranque se refugia en el subsuelo del filme y vuelve a emerger en instantes elegidos. Son golpes de gran cine, como el atraco al camión del gas; el cruel y magistralmente diseñado asalto al prostíbulo; la sucesión de imágenes de forja del niño asesino; el bailongo y el asesinato de uno de los niños ratas; la violencia ilimitada que asoma en las muertes de los jefes de las dos bandas rivales. Y, más al fondo, el grito del chiquillo: "He matado, ya soy hombre", enunciado perfecto del abismo de un bautismo de sangre, del crimen como tránsito a la edad adulta
Fernando Meirelles abre bruscos sobresaltos que saltan a la imagen desde la zona sumergida de los sucesos; y sagaces compresiones y aceleraciones del vértigo de la secuencia; y capturas instantáneas de atmósferas que envuelven a tipos que dentro de ellas son definidos con asombrosa nitidez y de un solo trazo. Y detrás del chorro de imágenes asoma la enorme miniatura del tejido de las turbulencias del filme por el guionista Braulio Mantovani, que logra una prodigiosa compresión de los 300 personajes y el centenar de historias cruzadas en la novela de Paulo Lins.
Y se abre un camino del cine de ahora al cine futuro.