Columna

Dando ideas

Lo más trascendente del discurso en el hotel Ritz de Madrid del presidente del Tribunal Constitucional, Manuel Jiménez de Parga, es su reivindicación de un posible nuevo nacionalismo histórico, el Reino de Granada, fundado en 1012, restaurado en 1237, caído en manos de los Reyes Católicos en 1492, Reino de Granada siempre, por lo menos hasta la división provincial que trazó el granadino Javier de Burgos en 1833, cuando el Reino se perdió en una única Andalucía.

Jiménez de Parga ha descubierto una banalidad: en España no existen comunidades históricas y no históricas porque todas son his...

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Lo más trascendente del discurso en el hotel Ritz de Madrid del presidente del Tribunal Constitucional, Manuel Jiménez de Parga, es su reivindicación de un posible nuevo nacionalismo histórico, el Reino de Granada, fundado en 1012, restaurado en 1237, caído en manos de los Reyes Católicos en 1492, Reino de Granada siempre, por lo menos hasta la división provincial que trazó el granadino Javier de Burgos en 1833, cuando el Reino se perdió en una única Andalucía.

Jiménez de Parga ha descubierto una banalidad: en España no existen comunidades históricas y no históricas porque todas son históricas, incluso el Reino de Granada. Es evidente: todos somos históricos, es decir, transitorios. La Constitución de 1978, viendo España como una unidad de nacionalidades y regiones inconcretas, adivinó que nadie sabe quién es región y quién nacionalidad, cuestión de gustos o de cultos, metafísica. La Constitución no distingue zonas especialmente históricas. Yo diría que se han llamado a sí mismas comunidades históricas aquellas en las que movimientos o partidos nacionalistas impusieron este vocabulario.

Parece, según las palabras de Jiménez de Parga, que en 1977 en España se habló de comunidades históricas por conveniencia: para calmar, supongo, a vascos y catalanes, que, mientras se creaba la Constitución, habían restablecido provisionalmente los dos únicos gobiernos autonómicos de la República demolida. A ojos del presidente del Constitucional, sin embargo, lo que en 1977 tuvo interés político hoy no lo tiene. ¿Por qué no, pregunto, si siguen existiendo partidos nacionalistas y la historia autonómica de España es inamovible? ¿Qué más da que, según la costumbre, unos u otros nos imaginemos Comunidad Histórica, o que, dentro de la Constitución, nos sintamos nacionalidades o regiones?

¿Qué pasaría si los del antiguo Reino de Granada nos tomáramos estrictamente en serio las palabras del presidente del Tribunal Constitucional, quinta autoridad del Estado, y, con el pavo histórico y patriótico subido, las repitiéramos letra por letra? ¿Cómo se puede decir con un mínimo de seriedad que no somos una comunidad histórica?, exclamó el presidente. Es cierto: ni siquiera somos la Andalucía cristiana, conquistada en el siglo XIII, Sierra Morena y el Valle del Guadalquivir, Jaén, Córdoba, Sevilla y Cádiz. Somos, con nuestra historia peculiar, el Reino de Granada, musulmán y resistente hasta 1492, de Málaga a Murcia, y más tarde integrado secularmente como reino bajo la Corona de España. Los del Reino se lavaban para salir los fines de semana, y en sus discotecas manaban fuentes de distintos sabores y olores.

Jordi Pujol ha respondido dentro de la misma lógica. Los suyos no se lavaban, iban con piel de oso y eran analfabetos, pero cristianos. En Andalucía, sí, hubo gente brillante hace mil años, de una cultura superior que no ha hecho más que retroceder desde entonces, dice el catalán Pujol. La provocación de Jiménez de Parga ha servido asombrosamente para saltar hacia atrás un milenio: a la división entre moros y cristianos, o entre el islam y la verdad, como dirían ahora los creyentes en la guerra de civilizaciones.

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