Columna

El proceso

Cuando Jack Lemmon y Walter Matthau, en aquella película de Billy Wilder que se llamaba Aquí un amigo, intentan ayudar a una embarazada a punto de parir, la primera clínica que encuentran en el camino es una que estaba especializada en terapias sexuales. La enfermera de recepción se indigna y rechaza la urgencia médica porque, según dice, allí no se ocupan del producto acabado. Estaba claro, su especialidad era el proceso de producción.

Es lo mismo, exactamente lo mismo que le ocurre al Gobierno de Aznar, que últimamente sólo se ocupa del producto acabado, es decir, del delincuen...

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Cuando Jack Lemmon y Walter Matthau, en aquella película de Billy Wilder que se llamaba Aquí un amigo, intentan ayudar a una embarazada a punto de parir, la primera clínica que encuentran en el camino es una que estaba especializada en terapias sexuales. La enfermera de recepción se indigna y rechaza la urgencia médica porque, según dice, allí no se ocupan del producto acabado. Estaba claro, su especialidad era el proceso de producción.

Es lo mismo, exactamente lo mismo que le ocurre al Gobierno de Aznar, que últimamente sólo se ocupa del producto acabado, es decir, del delincuente atrapado y procesado, aumentando penas, endureciendo leyes y estableciendo nuevos delitos. No me parece mal que las leyes se apliquen con mayor rigor a todo tipo de malhechores, ya sean menores o mayores, contra las personas, las propiedades o las instituciones. Hay que reconocer que el producto acabado del crimen se estaba consumiendo, en algunos casos, a precios de saldo. Pero, ¿qué pasa con el proceso de producción? ¿Es que no se puede hacer nada con el largo período que va desde el deseo peligroso, pasando por el largo embarazo de la preparación hasta que llega el momento de parir el delito?

No me refiero especialmente a las vagas y piadosas tesis de la marginación social, las infancias traumáticas y las desigualdades económicas, aunque también tienen algo que ver. Estoy pensando en el ambiente de normas borrosas que invaden calles, carreteras, mares, ciudades y hasta la propia sociedad en general, en las expectativas creadas entre los ciudadanos pero que no acaban nunca de cumplirse, en los inmigrantes que esperan pero que nunca alcanzan, en los estudiantes que quieren pero que no reciben nada, en los profesores que saben sin poder ejercer, en los médicos dispuestos a ofrecerlo todo pero que no les dejan actuar. En fin, en una sociedad con falta de criterios para cumplir unas expectativas prometidas, que produce agresividad generalizada en casi todos los campos de actividad pública y privada. El producto acabado de la delincuencia y la desviación sólo es la resultante lógica y esperada. ¿Es que no se puede hacer nada para desactivar este amplio proceso de irritación social?

Según parece, realizamos inmensos esfuerzos técnicos y económicos para la reinserción de los delincuentes, pero no hacemos casi nada para reintegrar la vida social a un ritmo más normal y adaptado a las circunstancias actuales. Puestas así las cosas, sería preferible que nos trataran a todos como delincuentes en potencia y se ocuparan de resolver los conflictos sociales que impiden una integración normal a la vida cotidiana que nos rodea. Más obsesión política por el proceso que por el producto.

En la película, la clínica sexológica termina ocupándose del parto. El neurótico de Lemmon, Matthau el asesino, la pareja de policías que les acompaña y el padre de la criatura, acaban integrándose en un grupo feliz por el resultado conseguido entre todos. Un ejemplo magnífico de negociación social, donde nadie sale perjudicado y sin necesidad de castigar a ninguno. Los políticos deberían ver más estas películas, en lugar de fantasear leyes a base de Oliver Stone en Asesinos natos y de aplicarlas siguiendo las descripciones de El proceso de Kafka.

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