Columna

Austrias

Es muy probable que los compromisos que va adquiriendo Francisco Camps por Europa carezcan de legitimidad política y jurídica, como alertó ayer el socialista Andrés Perelló, sin embargo por encima de eso -y de todas las prevenciones que se impongan- hay algo que no se le puede negar al candidato del PP a la presidencia de la Generalitat, y es que está pilotando una de las precampañas con mayor imaginación y arraigo histórico que haya dado nuestra breve aventura electoral. Le salga bien o no (el escenario idílico que recibió se desmorona por momentos debido a motivos que no le son personalmente...

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Es muy probable que los compromisos que va adquiriendo Francisco Camps por Europa carezcan de legitimidad política y jurídica, como alertó ayer el socialista Andrés Perelló, sin embargo por encima de eso -y de todas las prevenciones que se impongan- hay algo que no se le puede negar al candidato del PP a la presidencia de la Generalitat, y es que está pilotando una de las precampañas con mayor imaginación y arraigo histórico que haya dado nuestra breve aventura electoral. Le salga bien o no (el escenario idílico que recibió se desmorona por momentos debido a motivos que no le son personalmente imputables), es otro asunto. Como lo sería que su adversario, Joan Ignasi Pla, ganara las elecciones tras pasearse por los pueblos en el pescante de un autobús con su rostro estampado en el chasis y el simple mensaje de que hay otra forma de gobernar. Cada paso que ha dado Camps desde que fue señalado como candidato ha llevado implícita una carga de profundidad sentimental destinada (sobre todo) a un público que puede que no sea precisamente el suyo pero que quizá lo agradezca. El candidato está apostando tan fuerte por los símbolos identitarios valencianos que, más allá de lo obvio, se diría que quiere marcar diferencias con su antecesor, en cuya singladura política la Comunidad Valenciana sólo ha sido una bandera de conveniencia. Hasta ahora los símbolos que solemniza Camps en su trayecto hacia la Generalitat habían pertenecido en exclusiva al imaginario del progresismo valenciano, lo que seguramente era una anomalía, dado que éstos (hasta que Fuster invirtió los términos por reacción) habían sido asuntos más propios de Teodoro Llorente y otros señores remotísimos que de Vicente Blasco Ibáñez. De cualquier modo, entre todos los gestos electorales que ha suministrado hasta ahora, el último merece darle de comer aparte, puesto que declarar 2006 como el año de los Austrias para rememorar la jura del Archiduque Carlos por los fueros del Reino de Valencia supone un puntapié en el trasero de los Borbones. Y entre eso y eixigir el reconocimiento académico de la enseñanza de la dolçaina y el tabal, como hacía ayer el Bloc, pues qué quieren que les diga.

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