Reportaje:LA POSGUERRA EN AFGANISTÁN / Y 6

KARZAI, CONTRA LOS 'SEÑORES DE LA GUERRA'

Afganistán es hoy muchos Afganistanes. Dos décadas de guerra han dejado el país fragmentado y sin comunicaciones internas. El nuevo presidente, Hamid Karzai, apenas sí tiene autoridad sobre Kabul. Fuera de la capital, las provincias funcionan como reinos de taifas en los que los cabecillas locales, apoyados en ejércitos privados, imponen su ley y cobran diezmos. Algunos le han prometido lealtad; otros sólo guardan las formas ante la amenaza de los B-52 estadounidenses. Todos se declaran afganos.

Hazarat Alí es uno de los hombres en quien confía Hamid Karzai para unificar Afganistán. Alí, un nuristaní de 25 años, no forma parte del entorno presidencial, ni es un líder político, sino uno de los 600 reclutas que en la actualidad reciben entrenamiento para formar el Ejército Nacional Afgano. Las nuevas Fuerzas Armadas son la espina dorsal del proyecto para reforzar el Gobierno central. Sus miembros, representativos de todas las etnias y tribus del país, desarmarán un día a los 200.000 irregulares que campan por sus respetos a lo largo y ancho del territorio afgano. Su presencia traerá la ...

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Hazarat Alí es uno de los hombres en quien confía Hamid Karzai para unificar Afganistán. Alí, un nuristaní de 25 años, no forma parte del entorno presidencial, ni es un líder político, sino uno de los 600 reclutas que en la actualidad reciben entrenamiento para formar el Ejército Nacional Afgano. Las nuevas Fuerzas Armadas son la espina dorsal del proyecto para reforzar el Gobierno central. Sus miembros, representativos de todas las etnias y tribus del país, desarmarán un día a los 200.000 irregulares que campan por sus respetos a lo largo y ancho del territorio afgano. Su presencia traerá la seguridad a los rincones más remotos de Oruzgan o Paktia. Al menos, en teoría.

El mismo impulso que le llevó a luchar contra los talibanes en su Nuristán natal le ha traído hasta el cuartel de Pol-i-Charji, antigua sede del Ejército Real Afgano, a las afueras de Kabul, donde 275 soldados de las fuerzas especiales de EE UU se encargan de la instrucción. 'Oí que estaban reclutando y me puse en camino', explica Alí, sin dar más importancia al hecho de que llegar hasta aquí le llevó siete días andando. Un gran esfuerzo para obtener una paga de 30 dólares mensuales que se convertirán en 50 tras la graduación.

Un grupo de tayikos originarios del valle del Panchir controlan la Alianza del Norte y los resortes del poder
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'Mientras los B-52 vigilen Afganistán, ningún panchiri volverá a la lucha armada', afirma Pohly
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No es mucho. Los señores de la guerra pagan más. De hecho, la mitad de los graduados de la primera promoción, el batallón con funciones de policía que se estrenó el pasado junio para la Loya Jirga (Gran Asamblea), ha abandonado el cuerpo. Estas deserciones agravan la escasez de candidatos y alargan el tiempo que será necesario para poner en pie unas Fuerzas Armadas creíbles. 'El objetivo es preparar a 60.000 infantes, 12.000 guardafronteras, 8.000 soldados del aire y 70.000 policías', explica el comandante Ralph Mills, portavoz de los instructores estadounidenses. Al ritmo actual, el programa puede llevar años.

De momento, el nuevo Gobierno aprovecha las fuerzas de los señores de la guerra que, en principio, han respaldado el cambio de régimen. Los hombres del asesinado hayi Abdul Qadir (Jalalabad), del clérigo Naquibullah (Kandahar), de Ismail Khan (Herat), de Abdul Rashid Dostum (Mazar-i-Sharif) o de Qasim Fahim (Alianza del Norte) han unificado sus uniformes e izado la misma bandera. La enseña negra, roja y verde ondea en todo el país, aunque no exista acuerdo sobre si las franjas de colores van en horizontal o en vertical.

Esto plantea una contradicción: se está utilizando para mantener la cohesión nacional a las mismas fuerzas que han fragmentado Afganistán entre diferentes régulos casi autónomos. Algunas de las unidades de esos cabecillas político-militares provienen del Ejército que se fue desmembrando durante la guerra. Otras están compuestas de milicianos de distinta formación y pelaje. En total, entre 75.000 y 100.000 soldados, a los que hay que añadir otros 100.000 hombres armados sin encuadrar en ninguna de las principales facciones.

'La presencia de los señores de la guerra es un hecho y, aunque los consejos de notables locales deseen deshacerse de ellos, carecen de los medios, no hay una fuerza que les garantice la seguridad', explica Michael Pohly, de la Fundación Friedrich Ebert. Esta organización lleva trabajando tres años en un proyecto de la ONU y el Gobierno alemán para 'desarrollar la sociedad civil y ayudar a los grupos democráticos'. Por eso, Pohly defiende la expansión de la ISAF fuera de Kabul, para garantizar la seguridad y la desmilitarización. Los afganos no pueden estar más de acuerdo. Durante cinco semanas de viaje por todo el país, el desarme y la desaparición de los irregulares fueron las peticiones más repetidas por decenas de entrevistados.

Un buen ejemplo de esa situación es la provincia de Paktia. Los notables locales impidieron a principios de año que Padsha Khan Zadran se convirtiera en gobernador. Desde entonces, él y sus 6.000 hombres, atrincherados en las montañas vecinas, han intentado tomar Gardez, la capital provincial, en dos ocasiones. Cerca de un centenar de personas han muerto en los ataques. Su hermano, Kamal, ha ocupado la residencia del gobernador en la vecina provincia de Khost, y entre ambos aspiran a dominar el sureste afgano.

En otras regiones, como Herat o Mazar-i-Sharif, la relativa prosperidad de que gozaron antes de la llegada de los talibanes ha hecho que sus habitantes acepten de buen grado la vuelta de los señores feudales. Pero, a pesar de ello, tiene razón el presidente Karzai cuando afirma que 'existe una fuerte identidad afgana que ha mantenido el país unido'. Aunque no hay una tradición de Estado central, 'el 99,9% de los afganos quiere ser afgano y se define como afgano primero', admite Nicholas Leader, un alto funcionario de la ONU que asesora al nuevo Gobierno en el restablecimiento de la Administración y la puesta en pie de una estructura estatal.

Los principales jefes político-militares han comprendido el mensaje internacional y, convencidos o interesados, defienden el mismo discurso. Todos dicen que respaldan al Gobierno central, al Ejército nacional y la recogida de las armas. Sin embargo, todos mantienen sus milicias, los diezmos sobre las poblaciones bajo su control y ambiguos negocios basados en el amiguismo.

'No puede ser de otra forma', justifica el general Fawzi, lugarteniente de Abdul Rashid Dostum, el hombre fuerte del noroeste afgano. 'Las hostilidades se han prolongado durante mucho tiempo por el deseo de un grupo de gobernar sobre los demás. Durante dos siglos, Afganistán ha estado dominado por los pastunes y no queremos que esa situación se repita', explica.

El mensaje implícito es que todos están atentos al reparto del poder en Kabul, donde la mayoría de los grupos sienten que la dominación pastún está siendo reemplazada por la dominación tayika. La Alianza del Norte, en teoría un frente unido de fuerzas nacionales que fue instrumental en la derrota del régimen talibán, era en la práctica una milicia mayoritariamente tayika.

'No es una cuestión étnica, sino de mafia política', precisa, no obstante, Abdul Nasim Azadi, representante del distrito número uno de Kabul en la Loya Jirga, en referencia a los panchiris, el grupo de tayikos originarios del valle del Panchir que controlan la Alianza y, desde la expulsión de los talibanes, los resortes del poder. Se trata de unas 300.000 personas, dentro y fuera de ese valle, cuya influencia política el resto considera desproporcionada y que no están siendo capaces de ver la necesidad de compartir las tareas de gobierno. Son ellos los que dominan el Ejército, la policía, los servicios secretos y los medios de comunicación del Estado.

A pesar de las esperanzas suscitadas, la Loya Jirga no sirvió para redistribuir el poder. Los panchiris tan sólo cedieron la titularidad del Ministerio del Interior (a un pastún), pero a cambio de mantener a sus hombres en los despachos clave. El caso del ex oficial de policía Jaffar Haider es una prueba. Haider es un pastún y, a su vuelta del exilio en Pakistán, ha sido destinado a un distrito periférico como simple número. Su puesto al frente de una comisaría del centro de Kabul lo ocupa un panchiri.

'Carezco de enchufe', asegura Haider, que colgó el uniforme en 1994. 'Dejé mi trabajo porque capturábamos a muchos asesinos y ladrones, y al día siguiente los muyahidin [combatientes] nos obligaban a soltarlos', explica. 'La situación no ha cambiado mucho, ni puede hacerlo mientras los grupos políticos sigan teniendo acceso a las armas', manifiesta convencido de que el poder ha ido a parar a los mismos que gobernaban antes de los talibanes. 'Mis colegas y yo éramos policías profesionales y se nos promocionaba de acuerdo con nuestro trabajo, pero ahora los puestos de mando se dan a los jihadis [los que hicieron la guerra]', se queja. Haider pone en duda la distinción entre combatientes y pistoleros que ha hecho Karzai. 'No hay diferencias. Todo el mundo sabe quiénes son y con el tiempo serán llevados ante la justicia', manifiesta confiado. Su esperanza radica en que 'la comunidad internacional está observando'.

No está claro que esa vigilancia sea suficiente si no hay voluntad de intervenir. El ministro de Defensa, Qasim Fahim, líder de la Alianza tras el asesinato de Ahmed Masud, comanda 'el ejército mayor y más efectivo del país', según un portavoz militar europeo. La misma fuente le critica que favorezca el poder de las milicias tayikas en vez de concentrar su esfuerzo en acabar con los señores de la guerra o crear un verdadero Ejército nacional. 'La mayoría de los reclutas son tayikos', apunta. Y, sin embargo, nadie parece ponerle coto.

Incluso el presidente Karzai ha dejado entrever que mantiene diferencias con él. En un gesto que muestra su desconfianza hacia el mariscal Fahim, el jefe del Estado ha sustituido a los guardaespaldas que le facilitaba el Ministerio de Defensa por fuerzas especiales de Estados Unidos a raíz del asesinato del vicepresidente Abdul Qadir el mes pasado. No obstante, muchos observadores locales y extranjeros consideran que Karzai ha sido demasiado condescendiente.

'Mientras los B-52 vigilen Afganistán, ningún panchiri volverá a la lucha armada', asegura Pohly, convencido de que el presidente podía haber hecho más para frenar a los panchiris. Pero Karzai, que carece de un ejército propio, tiene un poder limitado y depende del respaldo de Estados Unidos, cuyo estamento militar apoya a Fahim.

Y precisamente ahí radica el problema. En la medida en que Washington sigue necesitando la ayuda de los grupos armados locales en su lucha contra el terrorismo, sus declaraciones a favor de un Ejército nacional suenan a hueco. Su renuencia a extender la ISAF o implicarse en operaciones de mantenimiento de la paz produce el mismo efecto. La situación ha llegado a tal punto que los servicios secretos de la coalición internacional se están viendo obligados a sobornar a los señores de la guerra para que no se desmanden, tal como ha reconocido recientemente el Foreign Office ante las informaciones aparecidas en la prensa británica.

El sistema, que ya se utilizó con resultados no siempre satisfactorios para expulsar del poder a los talibanes, tal vez sirva a corto plazo, pero desde luego no constituye la mejor fórmula para dejar un país seguro y estable. Estas contradicciones se les escapan a Hazarat Alí y el resto de los reclutas del Ejército Nacional Afgano. 'Queremos un Ejército fuerte para defender nuestro país', aseguran, convencidos de que los enemigos vienen de fuera. 'No quiero que la gente de Al Qaeda siga en mi país porque lo han destruido', concluye Alí, mientras el jefe de su unidad le arregla paternalmente el uniforme para la foto.

Mañana: Asistenta se dice 'Sprzataczka' (pronúnciese sontachka), por Charo Nogueira.

Soldados a las órdenes del clérigo Naquibullah, en Kandahar.HEIKE SCHÜTZ

'Lehendakari' Dostum

Los afganis de Dostum valen la mitad que los del Gobierno central. Pero la emisión de moneda, que se remonta a los años en que el general gobernó un próspero mini Estado en las cinco provincias del noroeste afgano (1994-98), es sólo uno de los signos del nivel de independencia de esta región. Más allá de su fama de sangriento y de su pasado controvertido, el señor de la guerra uzbeco es ante todo un pragmático. Prueba de ello es la eficiencia con la que funciona su administración desde que a finales del año pasado retomara Mazar-i-Sharif. Y lo hizo de forma pacífica a pesar del temor a que sus tropas repitieran las atrocidades cometidas en Kabul a mediados de los noventa. Sabe que las circunstancias han cambiado y defiende que 'el reparto de poder no debe hacerse por la fuerza'. Tampoco olvidarle. Temeroso de perder los diezmos que le depara su señorío, pero también conocedor de las realidades de su país, Dostum propone un sistema federal para gobernar el desgobierno. '¡Anatema!', exclaman en Kabul, donde el mantra es 'Gobierno central fuerte'. 'Lo que Dostum quiere es ser lehendakari', interpreta un vasco destacado por la ONU en Mazar-i-Sharif. '¿Por qué no?', se preguntan varios analistas extranjeros que ven en el modelo autonómico español una posible pista. Aunque delimitar a los diversos grupos étnicos por provincias resultaría imposible, un cierto grado de autonomía regional podría ayudar a canalizar las energías locales para reconstruir la sociedad afgana. De momento, el aeropuerto de Mazar es el único del país que cobra tasas de salida a los pasajeros.

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