Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA

San Quico Montalbán

Manolo Vázquez y Rosa Regàs no me perdonan mi falta de disciplina. Eso de ir por ahí opinando fuera de ortodoxia en lo de Oriente Próximo es un pecado de peso, de los que merecen largas veladas literarias en casa de Carme Balcells, bien cargaditas de invectivas. Y una, que no puede vivir sin ser amada por sus dos ídolos y que, si Rosa la riñe o Manolo la mira mal, padece como si el padre la matara a ella -lo de Kafka, en inverso, queda pequeño-, lleva ya días dándole vueltas a la confesión de sus pecados y a la necesidad de penitencia. Confieso que he incumplido el mandamiento primero de san Q...

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Manolo Vázquez y Rosa Regàs no me perdonan mi falta de disciplina. Eso de ir por ahí opinando fuera de ortodoxia en lo de Oriente Próximo es un pecado de peso, de los que merecen largas veladas literarias en casa de Carme Balcells, bien cargaditas de invectivas. Y una, que no puede vivir sin ser amada por sus dos ídolos y que, si Rosa la riñe o Manolo la mira mal, padece como si el padre la matara a ella -lo de Kafka, en inverso, queda pequeño-, lleva ya días dándole vueltas a la confesión de sus pecados y a la necesidad de penitencia. Confieso que he incumplido el mandamiento primero de san Quico el Progre, 'nunca opinarás distinto de Vazquez Montalban', y así estoy, despojada de legitimidad progresista, cual cristiana nueva sospechosa de infidelidad. Como no tengo demasiado remedio en la culpa -continúo pensando que lo de Oriente Próximo es tratado por la izquierda con un maniqueísmo exasperante que convierte en sospechoso todo lo judío por el solo hecho de serlo; 'el antisemitismo es hoy de izquierdas', escribía hace poco Carlos Semprún Maura-, me temo que sólo puedo constatar y asumir mi condición de pecadora. Creo que puedo afirmar que soy de izquierdas, puesto que así percibo mi actitud mental y sentimental hacia la realidad, pero afirmo también que ni sigo ni pienso seguir ningún manual ad hoc, quizáa porque mi raíz libertaria me ha disparado la alergia a los catecismos.

¿Existe el catecismo de la izquierda? Resulta sorprendente que en plena crisis de casi todo, con una Francia que se hunde como símbolo de tantas cosas y con una etiqueta que se ha quedado sin definición precisa, casi viviendo sin vivir en ella, resulta sorprendente que, a pesar de los pesares, se mantengan intactos los dogmas de fe. Nadie sabe a ciencia cierta qué significa hoy ser de izquierdas, si formulamos la pregunta en términos de transgresión inteligente, de cambio histórico. ¿Son de izquierdas, por ejemplo, los del partido trotskista que tanto voto han sumado en estas francesas de infarto? Personalmente me parecen unos alienígenas ahistóricos más cargados de nostalgia emotiva que de sentido de la realidad y casi tan inquietantes como cualquier antisistema que se precie.

Por mucho que nada sea comparable a lo de Le Pen, ¿se imaginan ustedes el susto si llegan a quedar por encima de Jospin? Planteada la cuestión, pues, en términos de transgresión histórica, la izquierda padece una crisis de identidad de fondo aún hoy no resuelta. Pero padecerla no le impide mantener intactos los lugares comunes que el pasado dogmático convirtió en verdades universales. Desaparecida la actitud dialéctica -genuina del progresismo-, casi sólo nos queda la colección de tics que dan carta de naturaleza a la etiqueta. Y es ahí donde algunos nos damos de bruces con la pared, empeñados en pensar fuera de manual, convencidos que ser de izquierdas tiene poco que ver con la borrachera de consignas y mucho que ver con la interrogación permanente.

Pero aquí y hoy, y a pesar de compartir la crisis global del pensamiento, ello no es tan fácil. Consagrados -por méritos propios indiscutibles- algunos dioses del progresismo y consagrados también los tics ideológicos que nacieron al calor de las viejas ideas, pensar fuera de lo políticamente progresista es casi tan arriesgado como pensar fuera de lo políticamente correcto. De hecho, es otra forma de corrección. Y lo correcto, si uno no quiere caer bajo sospecha, implica una adscripción absoluta y acrítica con la causa palestina (Hamas y otros detalles menores incluidos), un rechazo también absoluto y acrítico de todo lo que huela a yanqui (y eso que todos los hijos de los progres se nos van a estudiar a USA), un amor también absoluto y acrítico hacia todo lo que suene a ONG solidaria (por cuyo ingenuo agujero se nos cuela cada cosa...), un discurso ecosocialista verdevioleta y no sé qué más, de incomprensible definición pero muy machacona convicción, y finalmente, sobre todo, una actitud altiva y prepotente respecto a quien no cumpla los requisitos previos. Porque la izquierda oficial, perdida la moral ideológica, mantiene intacto el orgullo de clan. Y quien se mueve en la foto, o no sale o, peor aún, queda detectado como el infiltrado que, a buen seguro, resulta ser. No olvidemos que los gurus de la izquierda llevan mil años detentando la verdad del pensamiento. Son los de siempre, los que un día iluminaron el camino, los que nacieron en los comedores de los Altamira del Cuéntame de nuestro pasado franquista, y parece ser que se quedaron ahí, colgados de la percha de las ideas que un día les explicaron el mundo.

Pero al mundo le ha dado por montarse algunos giros copernicanos y sin embargo no parece que les apele. Sostengo (seguramente para mi perdición) que no existe debate de la izquierda, que no existe dialéctica progresista enfrentada a la casuística real, sino una colección de antiguas consignas más coreadas en el subconsciente que pensadas en el consciente. Mis queridos y a pesar de todo referenciales amigos, quizá por generación -me tocó nacer más tarde-, quizá por alma libertaria, no creo en los estigmas inevitables. De la izquierda he aprendido a desconfiar del dogma -tan parecido a la fe- y por ello creo que ser de izquierdas es más una actitud de interrogación -de interrogación comprometida- que un voceo de viejas ideas, algunas tan inservibles como nuestra nostalgia. Ante el desconcierto, no hay que repetir las viejas respuestas. Quizá habría que inventar nuevas preguntas.

En fin, que no soy creyente. Y mucho me temo que ni Rosa ni Manolo van a perdonar mi actitud descreída. Que no creer en Dios está bien y no creer en Marx se entiende a estas alturas. Pero ¡no creer en Quico el Progre!, eso debe de ser serio delito...

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Pilar Rahola es escritora y periodista

Pilarrahola@hotmail.com

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