Crítica:

El juego del agua y el aceite

El agua y el aceite son sustancias gloriosas que tienen por costumbre, metidas en una misma cazuela o pantalla, no fundirse entre sí. No crean, cuando se intenta la quimera de querer mezclarlas, una tercera sustancia que sume sus virtudes, sino que dan lugar a un añadido de dos materias en sí mismas bellas pero que se restan mutuamente belleza.

La telegráfica elocuencia de este viejo símil lo dice casi todo en una indagación a bote pronto de El embrujo de Shanghai. Tiene este filme dentro muchos signos de belleza y solvencia, y sus bondades son evidentes, visibles y aislables -pr...

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El agua y el aceite son sustancias gloriosas que tienen por costumbre, metidas en una misma cazuela o pantalla, no fundirse entre sí. No crean, cuando se intenta la quimera de querer mezclarlas, una tercera sustancia que sume sus virtudes, sino que dan lugar a un añadido de dos materias en sí mismas bellas pero que se restan mutuamente belleza.

La telegráfica elocuencia de este viejo símil lo dice casi todo en una indagación a bote pronto de El embrujo de Shanghai. Tiene este filme dentro muchos signos de belleza y solvencia, y sus bondades son evidentes, visibles y aislables -primorosos esfuerzos de producción, prodigios de inventiva escénica, destellos de inteligencia en la invención y creación de ritmos interiores en las tomas, maravillas interpretativas (sobre todo las de Fernán-Gómez, Ariadna Gil, Eduard Fernández y Aida Folch, que hacen composiciones bellísimas, de talla excepcional), milagros fotográficos, derroches de buen gusto- mientras que, por el contrario, sus debilidades se suman y se resumen en una sola, pero tan sutil y severa que invade a toda la película y la convierte, pese a llevar dentro materias muy consistentes, en un filme paradójicamente poco consistente, casi endeble. Se sostiene El embrujo de Shanghai en una construcción que cojea en el armazón; y consecuencia de ello es un agolpamiento no fundido, no unitario, no bien formalizado, de magníficas bellezas dispersas, pero que no crean el buscado flujo de una belleza única y envolvente.

EL EMBRUJO DE SHANGHAI

Dirección y guión: (novela de Juan Marsé): Fernando Trueba. Fotografía: López Linares. Intérpretes: Aida Folch, F. Fernán-Gómez, Ariadna Gil, Eduard Fernández, Fernando Tielve, Rosa María Sardá, Antonio Resines. Género: drama. España, 2002. Duración: 120 minutos.

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Claves no compatibles

La duplicación de la secuencia de El embrujo de Shanghai en un relato compuesto en clave de evocación naturalista y otro en clave mitológica onírica, soñada, que se mueven y suceden en relevo, no funciona bien, y da lugar a una secuencia fría y algo mecánica, que escinde el filme en dos filmes -un largometraje corto en colores y un mediometraje en blanco y negro- añadidos, adosados, no fundidos. Uno y otro filme carecen de verdadera interacción orgánica, no crean choque poético y, pese a su disposición en contrapunto, en lugar de enriquecerse se estorban mutuamente, probablemente porque en la pantalla obedecen en exceso a la lógica literaria de donde proceden, la novela de Juan Marsé, sin haber experimentado una verdadera mutación en la reescritura fílmica del demasiado esquemático y arrítmico guión. Y éste se hace así fuente de la debilidad estructural de este noble, magníficamente filmado, ambicioso y brillante pero -al no fijar el hilo de la emoción y dispersarla; al faltarle alma, aliento formal envolvente; al expulsar, por falta de empuje lírico, al enigma de ese embrujo que busca- fallido filme.

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