OPINIÓN

Una idea necesaria y suficiente

El otro día entré en la página web del Partido Popular y quedé atrapado. Pero aquello no fue fruto de una inteligente y sugestiva operación de marketing: es que el ordenador se bloqueó. Fue uno de esos momentos en que ni el teclado ni el ratón daban respuesta a los íntimos deseos del usuario, uno de esos momentos en que no queda más remedio que pulsar la tecla de reset o, de forma más expeditiva, desenchufar el artefacto. Desenchufé (la página web del Partido Popular se deshizo ante mis ojos, tras un vertiginoso fundido en negro), pero insistí en la empresa, porque ...

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El otro día entré en la página web del Partido Popular y quedé atrapado. Pero aquello no fue fruto de una inteligente y sugestiva operación de marketing: es que el ordenador se bloqueó. Fue uno de esos momentos en que ni el teclado ni el ratón daban respuesta a los íntimos deseos del usuario, uno de esos momentos en que no queda más remedio que pulsar la tecla de reset o, de forma más expeditiva, desenchufar el artefacto. Desenchufé (la página web del Partido Popular se deshizo ante mis ojos, tras un vertiginoso fundido en negro), pero insistí en la empresa, porque yo iba en busca de la idea de España, uno de los grandes retos intelectuales del momento, en palabras de numerosos dirigentes.

Manejar correctamente el vocabulario de la contemporaneidad resulta conveniente para comprender no sólo el juego, sino también con quién te la estás jugando. Está, por ejemplo, el término lealtad. Antes se hablaba de lealtad constitucional. Ahora sobra el adjetivo. Las acusaciones de deslealtad son tan reiteradas que no dan lugar a glosa más extensa. Decir constitucional es invertir mucho tiempo en la invectiva, sobre todo cuando las deslealtades se acumulan de tal modo que hay que poner de inmediato la atención en la siguiente. Por eso ya no se incurre en deslealtad constitucional. Se incurre en deslealtad, se es desleal, sin más.

Uno es desleal si no acompasa su parpadeo al que ejecuta el presidente del Gobierno, o si uno mira a izquierda o derecha cuando él lo hace en sentido contrario. Uno es desleal, me temo, hasta en situaciones imponderables. Por ejemplo, hubo un tiempo en que sintonizaba por las mañanas una conocida emisora nacional. El parte meteorológico daba lugar a traumáticas experiencias. 'Hoy brilla el sol en toda España', decía el transistor. Y yo me acercaba a la ventana y no daba crédito a mis ojos: llovía a cántaros. Quiero decir que hasta el tiempo ha sido a veces desleal. El tiempo se pone a veces de parte de Lizarra. No pretendo aventurar otras conclusiones. Que me riera del parte meteorológico sólo era cuestión de risa floja.

Pero para enmendar tanta deslealtad (incluso la mía propia; a menudo me pregunto, haciendo examen de conciencia: ¿hasta qué punto también yo soy desleal?) acudí a la web del Partido Popular, en busca de una idea de España. Tener una idea de España parece importante. A menudo se dice de la gente que 'no tiene una idea de España' o 'no tiene una idea clara de España'. Nada se dice de tener una idea de Suiza, Mozambique o los Emiratos Árabes Unidos. Se trata de la idea de España. Algo debe de haber ahí que aún no me ha sido revelado.

A uno le encantan las ideas. Incluso las ideas nacionales. Una nación, al fin y al cabo, no es más que una idea, un concepto, una intención, un desideratum. Existen las ideas nacionales como existen tantas otras: cualquier entidad por encima de la persona física (familia, nación, partido político, foro de intelectuales, sindicato o asociación de ganaderos) es solamente una idea. Nadie ha visto a Bélgica como nadie ha visto a la UGT. Parece mentira tener que recordar estas cosas, con los años que tenemos. Una porción de la antigua izquierda (a despecho del pasado, en que acuñó una nueva idea: la clase social) ha jugado durante los últimos años a demoler esos edificios conceptuales. Por desgracia, la antigua izquierda se ha reconvertido en antigualla y, tras destruir tantas ideas, redescubre una sola: la de España.

Es conveniente tener una idea de España. Uno lo considera, de hecho, absolutamente obligatorio. Parece imprescindible en cualquier persona con algo de cultura general. Pero resulta paradójico que el reduccionismo ideal e identitario haya concluido de este modo: que con una idea de España en la cabeza no hace falta atesorar ninguna más en el caletre. Con la idea de España en la cabeza, y la recalcitrante deslealtad de los demás, el mundo se transforma en un espejo diáfano, certero, lleno de verdades irrebatibles.

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No sé a qué me suena todo esto, pero suena bastante mal.

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