Columna

Racismo clandestino

Las ideas también emigran, como las personas, en busca de tierras más fértiles y con más futuro. Es entonces cuando se transforman y se adaptan a las nuevas circunstancias. Pero algunas tienen mala fama, son malnacidas, y no tienen otro remedio que recurrir a la clandestinidad para sobrevivir. El racismo tradicional es uno de estos casos. Creer en la superioridad de la raza propia, de nuestra cultura y forma de vida, ya no es una opinión de curso legal, no está bien vista. Por eso se disfraza y se empeña en subsistir en las cloacas de nuestro pensamiento. Ahora se manifiesta como racismo moder...

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Las ideas también emigran, como las personas, en busca de tierras más fértiles y con más futuro. Es entonces cuando se transforman y se adaptan a las nuevas circunstancias. Pero algunas tienen mala fama, son malnacidas, y no tienen otro remedio que recurrir a la clandestinidad para sobrevivir. El racismo tradicional es uno de estos casos. Creer en la superioridad de la raza propia, de nuestra cultura y forma de vida, ya no es una opinión de curso legal, no está bien vista. Por eso se disfraza y se empeña en subsistir en las cloacas de nuestro pensamiento. Ahora se manifiesta como racismo moderno, el desprecio hacia otras etnias que parecen atacar nuestro estilo de vida, pero camuflando el resentimiento que nos produce con otros problemas sociales. Unos lo llaman racismo simbólico, pero también recibe el nombre de oculto, aversivo o ambivalente. Es igual, son los restos del racismo que viven en la clandestinidad.

En los últimos meses asoma impertinente su cabeza en nuestra opinión pública. Hablamos de la delincuencia de los inmigrantes, cuando en realidad nos referimos al problema de la marginación y la pobreza. Les criticamos el velo de la discriminación en la mujer, pero son las telarañas de nuestra ortodoxia religiosa. Señalamos algunas de sus prácticas crueles, inaceptables, pero nos olvidamos de aquellos que achicharramos con la misma energía eléctrica que pagamos mensualmente. Decimos que viven en la edad media y, sin embargo, muchas de esas culturas ya la han sobrepasado hace mucho tiempo, atravesaron la modernidad y ahora están en decadencia, algo que todavía nos queda por ver a nosotros. Recurrimos a los horrores de sus textos sagrados, pero ponemos un tupido burka sobre los nuestros. Hay mucho de racismo moderno en todo esto.

Nos entusiasma pensar que vamos hacia una sociedad sin fronteras, pero también necesitamos reafirmar nuestra identidad cultural. Las emigraciones y los nacionalismos son muy difíciles de compaginar, pero tenemos que intentarlo porque ambas cosas están ahí. Era muy divertido el turismo hacia países exóticos, pero es más complicado aceptar la diferencia en la escuela, en el trabajo o en la calle. En algún momento pensamos que era suficiente con discutir sobre la ley de extranjería, algo de caritativa tolerancia y cierta dosis de solidaridad. Pues no, está afectando a nuestros sentimientos más básicos. Por eso es necesario desarrollar una política completa de las diferencias culturales, que debe ir mucho más allá de nuestros viejos nacionalismos tradicionales.

Nos guste más o menos, tenemos que aceptar y asegurar una igualdad entre los diferentes grupos culturales, como defiende Kymlicka, junto con la libertad e igualdad dentro de los propios grupos. Es un problema que nos afecta a todos, pero la responsabilidad principal la tiene la administración y no se le ve la intención por ningún lado. Desde luego, Azurmendi y Múgica no son un buen comienzo.

Mientras tanto, hay que discutir y opinar mucho, el mejor remedio para que ese viejo conocido salga de nuestra clandestinidad más íntima. Por ejemplo, ¿qué le parece a usted que un policía inmigrante nacionalizado, es decir, un policía español, le ponga una multa en carretera?

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