Columna

Vamos mal

Estados Unidos acaba de subir su presupuesto para el gasto militar: ahora alcanza la cifra de 440.000 millones de euros, una cantidad de infarto que multiplica por 10 el gasto conjunto de Rusia y de China. Son los más grandes, los más poderosos y los más armados de la Tierra con una diferencia exorbitante respecto a todos los demás, y encima esa distancia parece multiplicarse cada día, porque corren tiempos de guerra en la paz americana y hoy impera la paranoia y el frenesí belicista. Se han necesitado siglos de democracia para supeditar el poder militar (o sea, la fuerza bruta) a la razón civ...

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Estados Unidos acaba de subir su presupuesto para el gasto militar: ahora alcanza la cifra de 440.000 millones de euros, una cantidad de infarto que multiplica por 10 el gasto conjunto de Rusia y de China. Son los más grandes, los más poderosos y los más armados de la Tierra con una diferencia exorbitante respecto a todos los demás, y encima esa distancia parece multiplicarse cada día, porque corren tiempos de guerra en la paz americana y hoy impera la paranoia y el frenesí belicista. Se han necesitado siglos de democracia para supeditar el poder militar (o sea, la fuerza bruta) a la razón civil y al consenso social, pero los atentados del 11-S están consiguiendo deshacernos el tenderete en unos meses.

Porque el problema no es sólo esta alegre orgía consumista de bombas y misiles, sino que toda la vida norteamericana, y por consiguiente la del resto del imperio, empieza a adquirir unos perfiles de intolerancia de lo más inquietantes. Por ejemplo, desde la tragedia de las Torres se han presentado en Estados Unidos 435.000 denuncias por actividades antiamericanas, cosa que vaya usted a saber qué significa: tal vez no mostrar el debido entusiasmo patrio o el suficiente dolor. Cuando una sociedad se rinde al pánico y apuesta por una multiplicación ciega de la fuerza, las normas sociales comienzan a parecerse a las guillotinas.

Cada momento histórico tiene su representación metafórica, y la regresión que ahora vivimos quedó retratada cuando, hace unas semanas, el fiscal general de EE UU, John Ashcroft, ordenó tapar dos esculturas públicas. Las estatuas representaban a la justicia y mostraban sus pechos de un modo mayestático y simbólico, pechos de frío bronce que nadie miraba, salvo el señor Ashcroft, que debe de padecer una patología libidinosa desenfrenada que le hace ver los senos de metal y sentirlos obscenos (o sea: que se excita) hasta el punto de tener que cubrirlos. El mundo está lleno de enfermos semejantes, pero lo malo es que este rijoso es el fiscal general y se permite imponer su tara como ley. Total, que así empieza a estar la justicia en Occidente, cubierta con unos trapos represores que escamotean la verdad. Los terroristas no han conseguido volver a masacrarnos, pero nos están venciendo de otro modo.

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