Columna

Va de premios

Va de premios. Y cuando va de premios, va siempre de polémicas. Son asuntos espinosos los premios, incluidas las flores naturales que otorgan los ayuntamientos. No hay rosa sin espinas. Ya sabemos que hay premios impolutos, galardones como una patena, pero la mayoría sabemos que lo usual, en estos negociados, es que existan enjuagues y presiones sin cuento. Hay premios limpios, sí, pero la mayoría están como el Planeta que aceptó recibir el difunto Camilo José Cela, quien tampoco rehusó (pese a la mierda que lo recubría) el demorado Cervantes. Pese a todo, es difícil ganarlos. Nadie ha dicho q...

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Va de premios. Y cuando va de premios, va siempre de polémicas. Son asuntos espinosos los premios, incluidas las flores naturales que otorgan los ayuntamientos. No hay rosa sin espinas. Ya sabemos que hay premios impolutos, galardones como una patena, pero la mayoría sabemos que lo usual, en estos negociados, es que existan enjuagues y presiones sin cuento. Hay premios limpios, sí, pero la mayoría están como el Planeta que aceptó recibir el difunto Camilo José Cela, quien tampoco rehusó (pese a la mierda que lo recubría) el demorado Cervantes. Pese a todo, es difícil ganarlos. Nadie ha dicho que conseguir un premio sea fácil. Abducir a un jurado puede ser algo tan meritorio como escribir o componer una obra inmortal. Que le premien a uno no es sencillo. Pero tampoco está al alcance de cualquiera premiar correctamente o equivocándose lo imprescindible. El arte de premiar no es ninguna futesa. Acertar en el fallo es complicado. Por eso algunos premios lo que intentan es premiarse a sí mismos y, así, ganar de todas todas.

Es lo que han intentado sin éxito los responsables de la multinacional norteamericana de ropa deportiva Reebok. Distinguir a la joven sindicalista indonesia Dita Sari con un premio a los Derechos Humanos y un cheque de 55.000 euros (más de 9 millones de pesetas) era, en principio, una buena jugada. Y en Reebok saben de eso: de jugadas de todos los deportes, incluido el de explotar a los trabajadores de sus plantas asiáticas. Trabajar para Reebok en Asia, con jornadas y condiciones dickensianas, puede ser un deporte de alto riesgo para el que haría falta el mejor material deportivo. El fallo ha sido justo. Nadie como esta joven con aspecto de porcelana china y convicciones férreas para ganar un premio a los Derechos Humanos. Pero los sagaces vendedores de zapatillas han metido la pata. Sari no traga. Ha decidido predicar y dar trigo, o sea, seguir dando la lata a los amables explotadores de sus compatriotas. El premio Reebok no se la merecía. Y nosotros, a lo peor tampoco.

El de Sari resulta, en todo caso, un ejemplo inusual que, desgraciadamente, no dejará de serlo. La entereza moral es un bien repartido escasamente entre los mortales. Hace falta coraje y generosidad para rechazar un premio, cualquier premio, desde el Planeta al Botijo de Oro o la Txalaparta de Plata de cualquier pueblo incógnito. Delibes es el único escritor que le dio calabazas al ciudadano Lara. El resto de la peña literaria hispánica no sabe, no contesta, cuando se le interroga sobre éste y otros tongos comerciales. Y es que nunca se sabe. A lo mejor un día nuestro número sale agraciado en la rifa y tenemos que volvernos amnésicos.

Lo mejor, por lo tanto, es aceptar. No mirarle los dientes al caballo que quieran regalarnos. Tampoco los bomberos neoyorquinos se leyeron las obras de Sabino Arana cuando la fundación del mismo nombre les entregó su premio. ¿Qué hubiese hecho Sabino convertido en bombero en las torres de Babel neoyorquinas? La solución, ayer.

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