Tribuna:

De Atocha a Génova

Dos acontecimientos de muy distinto signo y peso político han coincidido en esta última semana: el XIV Congreso del Partido Popular y el XXV aniversario del asesinato de los abogados laboralistas en su despacho de la calle de Atocha. Muy posiblemente, para muchos de los 'populares' que en 1977 habían alcanzado la edad de razón, la matanza de los letrados comunistas fue entonces un hecho intrascendente en que unos rojos perdieron la vida. Algo habrían hecho. El joven Aznar seguía apegado a los horizontes azules del pasado régimen y Fraga, tras su desafortunada actuación ministerial en el...

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Dos acontecimientos de muy distinto signo y peso político han coincidido en esta última semana: el XIV Congreso del Partido Popular y el XXV aniversario del asesinato de los abogados laboralistas en su despacho de la calle de Atocha. Muy posiblemente, para muchos de los 'populares' que en 1977 habían alcanzado la edad de razón, la matanza de los letrados comunistas fue entonces un hecho intrascendente en que unos rojos perdieron la vida. Algo habrían hecho. El joven Aznar seguía apegado a los horizontes azules del pasado régimen y Fraga, tras su desafortunada actuación ministerial en el Gobierno de Arias Navarro, había perdido toda posibilidad de convertirse en el protagonista conservador de una restauración democrática. La derecha de marchamo franquista parecía condenada a la impotencia. En cuanto a los comunistas españoles, ante una previsible legalización, se abría el venturoso horizonte de una hegemonía a la italiana en el campo de la izquierda. Hoy todo ha cambiado. Un eufórico Partido Popular puede permitirse el lujo de condecorar retrospectivamente a las víctimas. En cuanto a los compañeros de éstas, se vieron reducidos a una emotiva celebración de pura nostalgia.

El episodio resulta emblemático de las transformaciones experimentadas por el poder, y por las expectativas de poder, en este último cuarto de siglo. En 1977, la democracia parecía el patrimonio de la izquierda y el sepulcro de la derecha franquista. En 2002, los herederos de esta última controlan todos los resortes del poder y las dos ramas de la izquierda se encuentran condenadas en principio a la misma travesía del desierto que aquélla padeció hasta 1996. El círculo se ha cerrado, siendo necesario que todo cambiase en cuanto al régimen político para que las capas dominantes en el sistema económico español encontraran una forma de dominación estable, liberada merced a una democracia de los riesgos imprevisibles que acompañan a la dictadura. Y sobre todo integrada en Europa.

La circunvalación se ha consumado. A pesar de las apariencias, su sentido podía adivinarse en ese momento auroral que fue la gran manifestación popular de homenaje a los asesinatos de Atocha. Santiago Carrillo acaba de recordar algo obvio: 'A partir de Atocha, todo cambió'. No sólo porque le recibiera Adolfo Suárez y porque el PCE fue legalizado en aquel sábado de Pascua. La legitimidad ganada con tanto sacrificio por los comunistas en los largos años de actividad clandestina adquiría visibilidad. No eran los comunistas, sino los franquistas, quienes estaban dispuestos a llegar al crimen para impedir la convivencia pacífica de todos los españoles. La 'reconciliación nacional' proclamada desde 1956 dejó de ser una consigna hueca. El Partido Comunista de España cumplía su promesa de luchar hasta el sacrificio por el restablecimiento de la democracia, después de tantas frustraciones en la interminable espera de una huelga general política que diera en tierra con Franco.

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Se trataba, sin embargo, de una amarga victoria, y no sólo por la sangre de las víctimas, abogados laboralistas que al lado de los militantes de Comisiones simbolizaran la eficaz acción de defensa de los trabajadores impulsada desde el PCE. Cuando tantos militantes y simpatizantes del Partido levantábamos el puño con dolor y rabia en la manifestación de la plaza de París, éramos conscientes de participar en un acto de afirmación política, por el Partido y por la Democracia, pero también de contención. 'Tuvimos que comprometernos a mantener el orden', recuerda Carrillo. 'Tuvimos que responsabilizarnos nosotros, el partido'. El ejercicio de fuerza virtual fue un éxito. Sólo que desde el control de sí mismo no se alcanza nunca el poder. En lo de Atocha, como luego en los Pactos de la Moncloa, el PCE supo incumplir la norma estaliniana de servirse de la democracia para suprimirla luego y alcanzar el monopolio del poder. Puso todos sus recursos para lograr la democracia y consolidarla, y si bien por otras causas, el compromiso democrático desembocó en su autodestrucción. A la larga, democracia y comunismo siempre fueron incompatibles, tal y como anunciara a modo de siniestro presagio el gran mitin de Torrelodones en la primera campaña electoral de 1977, destrozado por la lluvia.

El triste fin del que fuera el Partido por autonomasia bajo Franco puede ser atribuido a un complejo de causas. En parte, por la adversa coyuntura económica internacional que arruinó las expectativas reformadoras del 'eurocomunismo', en parte por la doble personalidad de doctor Jeckyll demócrata y Mr. Hyde estaliniano de que dio muestras Carrillo, y también por la convergencia de residuos cominternianos en sectores tradicionales del partido -los moscuteros que acabaron fundando el PCPE- y de eficaces residuos anticomunistas en los líderes de opinión democráticos, inspirados en dos ex comunistas tan inteligentes como Fernando Claudín y Jorge Semprún. No hubo versión española del PCI, sino una fragmentación y una diáspora que la entrada en juego de Izquierda Unida no logró remediar.

La crisis era tal vez irremediable, como lo fue antes o después la de otros partidos comunistas en Europa occidental, pero aquí adquirió además rasgos grotescos. Especialmente en aquel Congreso donde Carrillo trató de eliminar a su supuesto hombre de paja o en la fundación del último partido prosoviético de la historia. Lo cierto es que con el PCE se perdió para la política un gran capital humano que había ido acumulándose en los años 60 y 70. Desde una atalaya vasca, es preciso recordar el valor de hombres como Agustín Ibarrola, José Luis López de Lacalle, y tantos más, que supieron mantener frente al terrorismo el compromiso con los valores de la izquierda más allá de su vinculación al partido. Gente que siguiendo el ejemplo de un Simón Sánchez Montero o de un José Sandoval, o como los sindicalistas de Comisiones, fueron capaces de entregar todos sus esfuerzos a una causa que ellos interpretaban en clave de emancipación. Eran unos recursos humanos de los que en términos cuantitativos carecía el PSOE, renacido casi desde la nada en vísperas del fin de la dictadura. También entre los socialistas había figuras ejemplares, un Ramón Rubial o un Nicolás Redondo, pero no eran muchos los supervivientes.

Agonía del PCE, inmadurez del PSOE, la coincidencia de ambos rasgos no dejaría de ejercer efectos profundamente negativos sobre la evolución de la izquierda española, en una coyuntura tan desfavorable en este sentido como la de los últimos veinte años. Al frente del PSOE, Felipe González y Alfonso Guerra lograron diseñar un modelo eficaz de gestión, orientado hacia la modernización del país en la coyuntura favorable que propiciaron la entrada en Europa y el desplome de los precios del petróleo. A los luchadores del antifranquismo vinieron a sustituir los jóvenes formados cultural y políticamente en la explosión universitaria de los 60, con los recursos para dar

forma a la tecnocracia que exigía la nueva coyuntura de adecuación a la crisis mundial, pero sin una tradición socialdemócrata y en muchos casos ni siquiera demócrata a secas. El movimiento estudiantil de los sesentayochos fue antifranquista y hasta cierto punto utópico, no democrático como ahora quiere hacerse ver. Mucho más dado a la manipulación que a la gestión de una organización y de una sociedad pluralistas, de modo que si la conversión fue fácil en la forma, resultó más azarosa en el plano de la mentalidad. El personaje de Alfonso Guerra, por no entrar en territorio sagrado, sería la mejor muestra de esas limitaciones que habrían de recaer sobre la ejecución del proyecto socialista y también sobre la propia conformación de un partido encargado muy pronto de la gestión del Estado tras constituirse por aluvión en el periodo 1975-1978. A pesar de todo, aun teniendo en cuenta los GAL, el balance fue positivo para el país. No tanto para la consolidación de una cultura política y de un partido de izquierda, en condiciones de sobrevivir por su cuenta a la ausencia del liderazgo carismático de Felipe González.

Así que lo grave no fue perder el gobierno en unas elecciones, sino que desde 1996 ha tenido lugar una auténtica traslación de hegemonía. Es lo que confirma el XIV Congreso del PP. Ha vuelto a tomar el timón del país la gente bien, con los trajes a medida de los caballeros repeinados y el vestuario pretencioso con su punto de mal gusto de las señoras, ahora apoyados en una formación técnica de que carecieron sus predecesores. Las largas vacaciones tras el fracaso en los 70 de una derecha demasiado cercana al franquismo les han sentado bien. Siguen siendo autoritarios y culturalmente reaccionarios, aunque al modo de Cánovas y Bush, y no de José Antonio o de Gil Robles. Por fin ha triunfado el proyecto que dibujara Fraga al calor del desarrollo económico de los 60: renunciar a la dictadura para verificar un nuevo ajuste entre poder económico y poder político. Ahí está él mismo para contarlo, si bien en la apoteosis de Aznar la televisión del Gobierno se limita a consignar su presencia en el Congreso como presidente fundador, sin dejar siquiera que se escuchen sus palabras.

En su mediocridad intelectual y en su firme sentido del poder, Aznar ha conseguido encarnar las aspiraciones y suprimir los miedos a las formas democráticas de su base social, espectacularmente ampliada por los cambios económicos de los últimos veinte años. No es un líder carismático, sino un caudillo en democracia, y para reforzar esa imagen nada mejor que la autolimitación de su plazo de gobierno. Nuestra oligarquía cuenta ya con la clase política que le asegura la hegemonía sin recurso a procedimientos de excepción. Eso sí, las rigideces de su mentalidad no se han alterado y la tramitación de la LOU lo prueba fehacientemente. Lo mismo que el trato dado al PSOE o el rechazo a la menor reforma federalizante. Para el PP, gobernar sigue siendo resistir. Y el Estado, cosa suya.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Unversidad Complutense.

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