Columna

Enclaustrados

La Universitat de València se enfrenta en este año a sus primeras elecciones según el novísimo sistema implantado por la Ley Orgánica de Universidades (LOU). No es oportuno entrar a valorar la bondad de un procedimiento con respecto al anterior, cuando se dan dos fenómenos antagónicos, pero concluyentes. La aprobación de este ordenamiento legal el pasado día de Nochebuena, con los turrones y al son del tamborilero, es un hecho consumado con su correspondiente carga polémica. La mayoría gobernante en España ha dictado su voluntad, en función de los derechos que le confieren sus prerrogativas ...

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La Universitat de València se enfrenta en este año a sus primeras elecciones según el novísimo sistema implantado por la Ley Orgánica de Universidades (LOU). No es oportuno entrar a valorar la bondad de un procedimiento con respecto al anterior, cuando se dan dos fenómenos antagónicos, pero concluyentes. La aprobación de este ordenamiento legal el pasado día de Nochebuena, con los turrones y al son del tamborilero, es un hecho consumado con su correspondiente carga polémica. La mayoría gobernante en España ha dictado su voluntad, en función de los derechos que le confieren sus prerrogativas constitucionales. La segunda realidad innegable ha sido la sonada oposición a la nueva ley, en cuya resistencia sus protagonistas han dejado evidencia de su imprevisión. Han reaccionado tarde y mal. Hacía tiempo que no se veía protestar a tantos, con tan escasos resultados. Haría bien el estamento universitario en analizar su frustración. El contenido de la LOU y las borlas que han adornado su aprobación, son el resultado de una trayectoria y de un rosario de actitudes, más o menos razonables, pero en cualquier caso distantes del diálogo requerido entre fuerzas políticas a la hora de dirimir cuestiones con sustancia. Si en la antesala del poder legislativo no se supo actuar valorando los privilegios de quien ostentaba la primacía obtenida en las urnas, difícilmente se iba a rectificar una decisión política de altos vuelos, a la que no se ha planteado mayor resistencia en el plano político, salvo la ejercida por los interesados.

Pero en lo que los órganos de gobierno universitarios tienen que meditar es en que la compleja realidad de sus peculiaridades electorales -claustro y claustrales, incluidos- son desconocidas fuera de los campus y de las aulas. La Universidad -pública y privada- sigue perviviendo en una campana neumática de cristal, donde el efecto del vacío la aísla de cuanto ocurre cotidianamente a su alrededor. La Universidad continúa sin bajar al terreno de los mortales y los ciudadanos no logran sintonizar con una problemática que les resulta ajena.

Los estamentos universitarios, y muy concretamente la Universitat de València, han instrumentado unos gestos medibles de aproximación a las entidades con acento empresarial. Las empresas han tenido la oportunidad, que algunos han sabido aprovechar, para acortar distancias con los centros de decisión universitaria. Ha sido, hasta ahora, más una notable escenificación que el establecimiento de nexos vinculantes. Al lado de las togas y los birretes caben los monos de trabajo y las cadenas de montaje o, al menos, las políticas de recursos humanos y las tribulaciones que conlleva el ejercicio de la gestión empresarial. Ahí es donde duele y en la materia que se ha de profundizar por parte de los próximos equipos rectorales. Bien contemplado, lo que nos ha de importar no es resolver si la democracia ha de ser más universal o menos orgánica. Los procedimientos y las formas son definitorios, como lo son los golpes de insolencia. Es en el fondo de la cuestión y en el talante, donde los nuevos rectores tendrán que mostrar que las universidades son capaces de descender a la arena, donde los protagonistas de la lucha diaria han de lidiar con la ramplonería, la miseria y el despiadado duelo de la competencia, para sobrevivir, según las leyes establecidas del mercado.

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