Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA

Quina me...!

Me lo escribe Àlex Susanna en sus magníficos correos, lo suelta Bricall cuando lo escuchan, me lo dice Quim Monzó en mi vis à vis radiofónico, hace tiempo que lo destila la inteligencia punzante de Félix de Azúa, es el grito de guerra de Josep Cuní en sus momentos de hartazgo y, entre colegas de distinto pelaje, es el lugar común del quejido común. Esto está para tirar de la cadena, de aburrido, de acomodaticio, nadería que flota en el oasis como sólo flota el truñón más genuino. Y no sólo por la evidencia de su fragilidad, país este que se hunde a la primera nevada cual cabaña de mader...

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Me lo escribe Àlex Susanna en sus magníficos correos, lo suelta Bricall cuando lo escuchan, me lo dice Quim Monzó en mi vis à vis radiofónico, hace tiempo que lo destila la inteligencia punzante de Félix de Azúa, es el grito de guerra de Josep Cuní en sus momentos de hartazgo y, entre colegas de distinto pelaje, es el lugar común del quejido común. Esto está para tirar de la cadena, de aburrido, de acomodaticio, nadería que flota en el oasis como sólo flota el truñón más genuino. Y no sólo por la evidencia de su fragilidad, país este que se hunde a la primera nevada cual cabaña de madera cuando sopla el lobo, sino por algo más profundo: por dejación social de responsabilidad. Aunque mi visión es más política que la de Monzó -'la apatía es culpa de todos'-, y por tanto señalo la densa culpabilidad de un partido que durante dos décadas ha monopolizado sentimientos, cargos e influencias sin traducirlo en buen gobierno, a pesar de ello resulta evidente que lo que falla es Cataluña. Y no por aquel axioma clásico de que cada pueblo tiene el gobierno que se merece -como si el pueblo mandara, el pobre...-, sino porque fallan los 'gobiernos interiores', es decir, sus motores de arranque. Cual castillo de naipes edificado en época de sueños, el conjunto de mitos que sostenían el ideal romántico renancentista, la Cataluña triomfant se ha desmoronado con rotundidad. No somos para nada lo que soñamos ser, y la reconstrucción del alma interior va a significar un trabajo más arduo en la nueva etapa política que la propia reconstrucción de un gobierno creíble. Ello si llegamos a tiempo.

Primer mito caído: la ambición. Alguna vez he escrito sobre la gradual provincialización de Cataluña, cada vez más indiferente a la descarnada evidencia de su parón global. Parón económico, consecuente con la mentalidad sucursalista de la mayoría de sus empresarios. Parón cultural, doloroso, inquietante ('si volviera a empezar, quizá ahora escribiría en castellano', me asegura Monzó). Casi parón social, con una sociedad civil que literalmente se ha ido de vacaciones, no sé si eternas. Si alguna vez Cataluña tuvo ambición de modernidad, si soñó con ser cosmopolita, competitiva, referencial, sólo fue cuando recitaba a Espriu en sus delirios norteños. 'Nord enllà, on diuen que la gent és culta...', pero víctima del propio poema nos quedamos encerrados en el territorio 'covard i salvatge' que es nuestro territorio mental. No son los límites físicos los que recortan las alas de la ambición, sino esos límites de una mentalidad catalana que ha hecho del ideal pequeño-burgués -paradigma del inmovilismo- su característica más notable. ¿El hecho diferencial catalán? Hoy por hoy (y que no me oigan en Madrid) nuestro 'diferencial' es que los otros cabalgan como locos y nosotros llevamos tiempo durmiendo la siesta. La ambición que respira Valencia, que respiran Madrid o Bilbao no la respira para nada Cataluña. Es decir, mis queridos: ¡ellos son los diferenciales!

Segundo sueño roto: el prestigio. Quizá nunca nos ha preocupado, tan herederos de la tiendecita del señor Esteve que durante años hemos confundido lo casero con lo profesional. Pero lo cierto es que por el momento España funciona mucho más que Cataluña y el prestigio -el profesional- les corresponde a ellos y no a nosotros. Excelsos, prepotentes e hinchados, nos hemos deshinchado cual globo que éramos. ¿Duele? Pues que duela saber que lo catalán ya no es sinónimo de competitivo. No somos para nada, a ojos externos, garantía de trabajo bien hecho. Y lo malo es que, a ojos internos, no nos preocupa. Nos hemos vuelto chapuceros sin inmutarnos, y lo peor es que se han dado cuenta... ¿Hace falta recordar la retahíla de flagrantes incompetencias que definen estos años de autogobierno glorioso? Decíamos que cuando gobernáramos nosotros daríamos lecciones de europeísmo. Pero suspendimos en geografía: situamos nuestra Europa en África... Sin embargo, no nos equivoquemos, la incompetencia se ha extendido más allá de los límites de lo público, mancha de aceite que ha manchado lo privado con demoledor efecto. Tampoco lo privado catalán, hoy, ¡ay!, es prestigioso.

¿Tercer mito? La consecuencia de los dos primeros: la autoexigencia. Aquí ya nadie exige casi nada y de ahí surgen nuestros males más profundos. De ahí, de ahí mismo esos politiquillos de formato IES y sonrisa virtual; de ahí esos niños pijos con cochecito oficial, y esos empresarios nacidos para tener cargo en Madrid, horizonte donde sitúan su real horizonte; de ahí esos intelectuales que han hecho del silencio una forma de ideología, y esa sociedad civil, esa, que sólo es el esqueleto de la cultura de la subvención. De ahí esos medios de comunicación, que con pocas y notables excepciones, sólo comunican la placidez del oasis. El mejor de los mundos. Esa... Sí, esa autoexigencia que ya no exige casi nada. En ese contexto feliz, ¿vamos a exigir, por ejemplo, líderes solventes? ¿Para qué? Perdida la ambición y diluido el prestigio, cualquiera sirve para gestionar la miseria.

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