Columna

Vivos y muertos

Primero de noviembre, día de los muertos. Los almerienses acuden escalonadamente al cementerio, dice la prensa local. A mí me invitan a ver en sesión matinal la última película de Carlos Saura, Buñuel y la mesa del rey Salomón, protagonizada por tres de nuestros muertos más ilustres: Dalí, Lorca y el propio Buñuel. A las diez de la mañana subo por el bullicioso Paseo de Almería, que a esas horas es pura vitalidad, hasta el viejo Teatro Cervantes, que hace tiempo que está moribundo. El que fuera teatro más importante de la ciudad ha estado a punto de morir convertido en un innoble bar de...

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Primero de noviembre, día de los muertos. Los almerienses acuden escalonadamente al cementerio, dice la prensa local. A mí me invitan a ver en sesión matinal la última película de Carlos Saura, Buñuel y la mesa del rey Salomón, protagonizada por tres de nuestros muertos más ilustres: Dalí, Lorca y el propio Buñuel. A las diez de la mañana subo por el bullicioso Paseo de Almería, que a esas horas es pura vitalidad, hasta el viejo Teatro Cervantes, que hace tiempo que está moribundo. El que fuera teatro más importante de la ciudad ha estado a punto de morir convertido en un innoble bar de copas. En Almería, donde todavía se huye del pasado como de la muerte, estas cosas son normales, y un centenario teatro de provincias levantado por la inquieta burguesía del siglo XIX puede morir de la noche a la mañana. Al entrar me detengo en medio de la sala y admiro los tres pisos de palcos y su patio de butacas, que fue diseñado con un ingenioso artefacto que lo elevaba hasta el escenario y lo convertía en salón de baile. Hay que resucitar todo esto.

Se apagan las luces y un inédito Gran Wyoming resucita milagrosamente al Luis Buñuel de los últimos años. Pero la película no trata de la vida de Buñuel; si acaso trata de la muerte. En su apartamento de la Torre de Madrid, Buñuel imagina el argumento de una película que acaban de encargarle. La película narra la imaginaria búsqueda de la mesa del rey Salomón emprendida en Toledo por él mismo junto a sus jóvenes amigos, un excelente Salvador Dalí y el Federico García Lorca más sobrio y mejor interpretado de cuantos he visto en el cine. La mesa del rey Salomón, codiciada por musulmanes, judíos y cristianos, está en Toledo, pero nadie sabe exactamente dónde. Su tablero, que refleja al mismo tiempo el presente, el pasado y el futuro, simboliza la esencia del arte, que es una rara mezcla de tradición, presente y porvenir; y también el misterio de la muerte, que superpone para siempre estas tres dimensiones.

Parece una película de aventuras, pero lo que estoy viendo es una mezcla de géneros nada convencional que está a punto de fracasar en cada secuencia, pero cuyo resultado final no tiene nada de fracaso: veo una obra nueva, joven, llena de desparpajo, compleja, y visualmente muy hermosa. Veo una película sobre cómo se hace una película, una película fantástica y una reflexión sobre la esencia del arte y su relación con la muerte, que no olvida ni la dimensión histórica de los protagonistas ni el sentido del humor que impregnaba muchas de sus creaciones. Saura podría haber hecho una biografía monda y lironda de Buñuel, con mucho surrealismo y mucha Residencia de Estudiantes, podría haberse apuntado al carro de la ficción histórica o de la recreación costumbrista, pero ha preferido jugársela en una película temeraria. Que los principiantes se arriesguen, es normal. Que lo haga Saura es admirable; señal de que está vivo.

Salgo del cine, y como me sucedía al término de las sesiones matinales de mi infancia, la realidad se degrada y adquiere un color mortecino. Las imágenes de la película en cambio me hierven en la cabeza, y bajo el Paseo de Almería con los ojos ardiendo, como un alma en pena.

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