Columna

Legítimo matiz

Hemos visto muchas veces representada en las películas o al natural esa costumbre extendida en los Estados Unidos que consiste en meter las botellas de licor en bolsas de papel marrón, y beberlas así, tapando la etiqueta. A mí esa convención puritana me resulta a veces simplemente triste, cuando la veo como una maniobra de autoengaño; y otras veces, irritante, cuando pienso en el lado moralínico, hipócrita, de ese maquillaje tan burdo. Y la recuerdo ahora porque el que George Bush llame a la ofensiva contra Afganistán operación 'Libertad duradera' me parece una manera de meter la guerra en una...

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Hemos visto muchas veces representada en las películas o al natural esa costumbre extendida en los Estados Unidos que consiste en meter las botellas de licor en bolsas de papel marrón, y beberlas así, tapando la etiqueta. A mí esa convención puritana me resulta a veces simplemente triste, cuando la veo como una maniobra de autoengaño; y otras veces, irritante, cuando pienso en el lado moralínico, hipócrita, de ese maquillaje tan burdo. Y la recuerdo ahora porque el que George Bush llame a la ofensiva contra Afganistán operación 'Libertad duradera' me parece una manera de meter la guerra en una bolsa opaca. Intentó primero lo de 'Justicia infinita' pero alguien debió de darse cuenta de que aquella bolsa era demasiado grande y se corría el riesgo de que la botella-molotov se les escurriese a los propios americanos entre los dedos y les reventase encima. Y la reemplazaron por ésta, menor en varias tallas sustantivas y sobre todo adjetivas.

Yo no puedo evitar que las tropas aliadas bombardeen Afganistán. Ojalá pudiera. Tampoco puedo evitar que un fanático secuestre un avión y asesine a miles de personas. Ojalá -palabra que, como otras muchas de nuestra lengua, viene del árabe, wa sa llâh ('y quiera Dios') pudiera-. Pero lo que puedo hacer es pensar y oponerme de pensamiento y palabra al terrorismo. Ejercicio, por otra parte, que nos coge aquí perfectamente entrenados. Llevamos mucho años oponiéndonos al terrorismo sin ambigüedad, en los foros públicos y en los fueros internos. Pero también quiero oponerme de pensamiento y palabra a la guerra, sobre todo a ésta que tiene un nombre tan bonito y tan mal puesto.

Y me opongo. Primero porque entiendo que la libertad consiste precisamente en el matiz; en la posibilidad -que muchos intentan negarnos en estos momentos- de colocarnos ideológica, sentimental y emocionalmente en el anchísimo espacio que existe entre el extremismo totalitario y la extrema violencia de la guerra.

Segundo por aquello que decía Albert Camus de que un escritor -en este caso una escritora- no debe colocarse del lado de quienes hacen la Historia sino de aquellos que la padecen. Y en Afganistán quienes llevan años sufriendo el régimen taliban son los mismos que ahora sufren las bombas y el exilio y el hambre. Y los mismos que ahora les lanzan misiles, son idénticos a aquellos que en su día, porque simple y cínicamente les convenía, alentaron, armaron hasta los dientes y colocaron en el poder a estos extremistas islámicos de los que hoy quieren deshacerse porque se han vuelto hostiles e incontrolables.

La tercera razón tiene que ver con la eficacia de la lucha antiterrorista. No creo que la guerra -que va a crear mártires y héroes donde nos los había; convicciones donde sólo existían simpatías; odio donde la enemistad era más tibia- sea el método más acertado. La lucha contra el terrorismo será eficaz si se refuerzan la comunicación y la transparencia de los servicios de inteligencia -después de tanta acción individual y de tapadillo ahora parece que la CIA se ha caído del guindo-. Si se fortalecen y se respetan las instituciones comunes. Y no tengo que recordar el desprecio con que la primera potencia mundial ha tratado a las Naciones Unidas -ni su reciente, chapucera y oportunista rectificación-. Ni el veto que opone a las decisiones del Tribunal de la Haya que son contrarias a sus intereses.

Y sobre todo se lucha eficazmente contra el terrorismo si se ataca a las finanzas del terror. En vez de destruir las conexiones eléctricas de Kabul -lo que traducido a la realidad cotidiana significa sencillamente que sus habitantes se van a quedar sin luz, agua y servicios esenciales- los aliados podrían poner más empeño en desmantelar las conexiones electrónicas de los bancos de los paraísos fiscales, convertidos con el beneplácito de Occidente en fortalezas del dinero sucio.

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Los Estados Unidos meten esta guerra en la bolsa de la libertad y la justicia y la seguridad nuestra de cada día, buscando legitimar su revancha. Pero la legitimidad sólo la encontrará la política exterior norteamericana cuando apoye fuera de sus fronteras, inequívoca y transparentemente, la causa de la democracia, cuando deje de alentar regímenes cutres y totalitarios sólo porque convienen a sus necesidades estratégicas y de mercado. Y podría empezar apoyando ese matiz esencial que, en los países islámicos y dentro de las comunidades musulmanas de nuestros países, representan las voces no integristas no fanáticas no sexistas, dispuestas a la convivencia multicultural y al progreso social, esto es, al respeto y al reparto.

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