Columna

Choque

Sin llegar a caer en los picos de soflama de Oriana Fallaci, quien, guste o no, ha puesto en negro sobre blanco lo que acaso mucha gente piensa, incluso comenta en privado, los hechos del 11 de septiembre reclaman un replanteamiento, no sólo en los estados occidentales sino en sus propias sociedades y en los instrumentos que las estructuran, sobre la amenaza del fanatismo islámico. Quizá no se trate de un 'choque de civilizaciones' como ha planteado con extrema crudeza Fallaci, pero en cualquier caso sí se trata de un choque entre una sociedad libre y compleja que admite -y digiere- el fenómen...

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Sin llegar a caer en los picos de soflama de Oriana Fallaci, quien, guste o no, ha puesto en negro sobre blanco lo que acaso mucha gente piensa, incluso comenta en privado, los hechos del 11 de septiembre reclaman un replanteamiento, no sólo en los estados occidentales sino en sus propias sociedades y en los instrumentos que las estructuran, sobre la amenaza del fanatismo islámico. Quizá no se trate de un 'choque de civilizaciones' como ha planteado con extrema crudeza Fallaci, pero en cualquier caso sí se trata de un choque entre una sociedad libre y compleja que admite -y digiere- el fenómeno multicultural y una fuerza puritana y cargada de ansiedad que aspira a liderar el mundo musulmán al tiempo que desprecia -con todos los medios a su alcance- el mestizaje cultural. Y esta secta juega con la religión, un sentimiento principal para la sociedad islámica -también la instalada en occidente-, que es la que proporciona el sistema de símbolos más efectivo para su movilización. Porque, siguiendo las claves del lenguaje político del Islam, estudiado por uno de sus simpatizantes (Bernard Lewis), la religión es el criterio esencial que define la identidad de grupo y los motivos de lealtad de los países islámicos, más que el origen étnico, la lengua o el territorio. Y porque para la mayoría de musulmanes, el Islam es la única autoridad aceptable. Con estos preceptos, no nos podemos permitir la abyección del racismo, pero tampoco la inocencia de considerar sólo inmigración a lo que quizá pueda derivar en infraestructura de esa causa destructiva. Sin duda, es a la sociedad islámica moderada a quien corresponde resolver ese problema, pero, ¿en una religión que jamás diferenció entre Iglesia y Estado, y con un texto sagrado nunca sometido a actualización, cuántos siglos serían necesarios para que un ciudadano de cultura islámica pueda sonreír en público ante una fatwa como cualquiera de nosotros lo hace ante la última pastoral del arzobispo de Valencia (en la que lamenta que la sociedad actual considere un logro 'haber extendido el ocio en los periodos vacacionales' porque 'en la dinámica de la fe cristiana no hay lugar para el ocio'). Y sobre todo, ¿cuántos muertos serían necesarios?

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