Columna

Freedonia

¡Qué raros son nuestros gobernantes! ¡Qué difícil resulta entenderles! Cada vez que el presidente Zaplana proclama su confianza en la escuela pública, yo me echo a temblar pensando qué nueva hecatombe se cierne sobre ella. Anuncia el consejero Tarancón que la Comunidad Valenciana será un modelo en el cumplimiento de la LOGSE, y presentimos que aumentará indefectiblemente el número de escolares obligados a asistir a clase en barracones, por carecer de centros adecuados.

Publican los periódicos, estos días, numerosas noticias sobre el estado de la enseñanza pública. No hay mañana en la qu...

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¡Qué raros son nuestros gobernantes! ¡Qué difícil resulta entenderles! Cada vez que el presidente Zaplana proclama su confianza en la escuela pública, yo me echo a temblar pensando qué nueva hecatombe se cierne sobre ella. Anuncia el consejero Tarancón que la Comunidad Valenciana será un modelo en el cumplimiento de la LOGSE, y presentimos que aumentará indefectiblemente el número de escolares obligados a asistir a clase en barracones, por carecer de centros adecuados.

Publican los periódicos, estos días, numerosas noticias sobre el estado de la enseñanza pública. No hay mañana en la que, al ojear el diario, no tropecemos con las declaraciones de unos padres airados por las deficiencias de un colegio, la denuncia de unos profesores que no logran completar la plantilla, la fotografía de unos edificios que apenas merecerían el nombre de escuelas... Todo sucede al contrario de lo que nuestros políticos habían anunciado solemnemente en sus discursos semanas atrás.

Entre lo que nuestras autoridades piensan y aquello que dicen, entre lo que dicen y lo que finalmente hacen, existe por lo común una distancia enorme. Una distancia que -todo sea dicho- no parece preocuparles lo más mínimo, como si nadie fuera a reparar jamás en sus embustes. Uno admite que en todas estas actuaciones y promesas hay siempre una carga considerable de propaganda, de fingimiento, un intento de embrollar al ciudadano para ocultar los defectos y resaltar los logros. Pero también se percibe en ellas, con una frecuencia que preocupa, unos modos de actuar improvisados, irreflexivos, torpes, muy alejados de la mesura y la diligencia que se suponen propias de un gobierno.

Reparen ustedes en el caso Morey y en la manera tan pintoresca en que fue contratado. Leí, días pasados, las declaraciones del ex cantante ante la comisión que investiga el caso Gescartera en el Congreso, y no dejé de reír a mandíbula batiente, durante todo el tiempo. La posibilidad de que un artista melódico de segunda fila -'la voz de arena', creo recordar que le llamaban- se ofrezca al presidente de un gobierno, movido 'por el amor a su tierra', y lo reciba, en el Palau de la Generalitat, una directora general de grandes proyectos, resulta admirable y pintoresco. ¡Grandes proyectos, Dios mío! ¿En qué pensarían emplear al vivo de Jaime García Morey? ¿Qué idea cruzaría por la cabeza de sus contratantes?

Si me dijeran que estas cosas ocurren en Freedonia, u otro país por el estilo, no dejaría de celebrarlo y alabaría el ingenio de unos guionistas capaces de imaginar situaciones tan divertidas. Pero, que estos enredos acontezcan en nuestros días en la Comunidad Valenciana, no deja de causarme estupor. ¿Cómo se gobierna aquí? ¿Quién toma estas decisiones? ¿Existe el sentido del ridículo entre nuestras autoridades? ¿Tan estúpidos nos suponen? No entiendo cómo, a estas alturas, el presidente Zaplana no ha acudido ya a las Cortes, para mitigar ese aire de opereta con que el asunto Morey ha teñido al gabinete. Pero, bien pensado, qué necesidad tiene el presidente de acudir a las Cortes si, cuando lo desea, las Cortes acuden a su despacho. Cualquier día de estos, se lo explica tomando un café.

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