Columna

Los otros

Ya se sabe que el miedo envilece. Las bombas humanas de esos asesinos no sólo han causado una pavorosa mortandad, sino que también han resquebrajado el núcleo mismo de los valores democráticos. Resulta inquietante, por ejemplo, que la CIA y demás agencias secretas vuelvan a tener las manos libres para llevar a cabo su vicio privado, o sea, la guerra sucia. Y la guerra sucia se llama justamente así porque enfanga las conciencias de los ejecutores, y de los que ordenaron la ejecución, y de los que permitieron que sucediera mientras silbaban y miraban para otro lado. El GAL no acabó con ETA: sólo...

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Ya se sabe que el miedo envilece. Las bombas humanas de esos asesinos no sólo han causado una pavorosa mortandad, sino que también han resquebrajado el núcleo mismo de los valores democráticos. Resulta inquietante, por ejemplo, que la CIA y demás agencias secretas vuelvan a tener las manos libres para llevar a cabo su vicio privado, o sea, la guerra sucia. Y la guerra sucia se llama justamente así porque enfanga las conciencias de los ejecutores, y de los que ordenaron la ejecución, y de los que permitieron que sucediera mientras silbaban y miraban para otro lado. El GAL no acabó con ETA: sólo nos hizo a todos más miserables. Y, por añadidura, cuando todo termine, no será nada fácil volver a ponerles el bozal a los devoradores de caníbales.

Pero aún me preocupa más la xenofobia, el furor antimusulmán, el terror a lo otro. Habrá que repetirlo una vez más: nuestros adversarios no son los mal llamados moros, sino unos fanáticos megalomaniacos que en ocasiones rezan el Corán y en otras son cristianos integristas como McVeight, el gringo blanquito de Oklahoma que reventó a 168 compatriotas. Los innumerables demócratas musulmanes que hay en el mundo han quedado aterrados ante el atentado de Nueva York; conviene no olvidar que ellos son las primeras víctimas de los fundamentalistas. Confundirles con los asesinos resulta tan injusto y tan idiota como pensar que todos los españoles somos de ETA.

De hecho, en estos días de desconcierto y aterimiento estoy pensando mucho en un pueblo que es un modelo de civilidad. Me refiero a los saharauis. Son inequívocamente musulmanes, y además tolerantes, humanistas, progresistas. Les echaron a bombazos de su tierra y malviven como refugiados desde hace décadas en condiciones penosísimas; pero, al contrario que el sector radical palestino, no han recurrido al terrorismo. Se me ocurre que la comunidad internacional está moralmente obligada a atender sus reivindicaciones; si sólo hacemos caso a los violentos y desdeñamos las reclamaciones civilizadas, ¿dónde queda la credibilidad de nuestro sistema? Hoy más que nunca es necesario demostrar que la vía democrática es una realidad, no una pamema.

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