Tribuna:

El sol rojo

El comunismo de Mao Zedong fue uno de los más extraordinarios espejismos políticos del siglo XX. El brillo de la Revolución de Octubre se había ido apagando después de la victoria militar de 1945. La URSS representaba en los años 30 el laboratorio social de cuyas retortas cabía esperar el surgimiento de la nueva humanidad. Pero cuarto de siglo más tarde, la única esperanza consistía en que tras el largo invierno llegara el deshielo. Incluso la capacidad expansiva del marxismo soviético parecía agotarse en el marco de la coexistencia pacífica. En estas circunstancias, otra vez cobró actualidad ...

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El comunismo de Mao Zedong fue uno de los más extraordinarios espejismos políticos del siglo XX. El brillo de la Revolución de Octubre se había ido apagando después de la victoria militar de 1945. La URSS representaba en los años 30 el laboratorio social de cuyas retortas cabía esperar el surgimiento de la nueva humanidad. Pero cuarto de siglo más tarde, la única esperanza consistía en que tras el largo invierno llegara el deshielo. Incluso la capacidad expansiva del marxismo soviético parecía agotarse en el marco de la coexistencia pacífica. En estas circunstancias, otra vez cobró actualidad la vieja estimación de Stalin: ex Oriente lux. La derrota del capitalismo tendría lugar por efecto de los nuevos procesos revolucionarios antiimperialistas, desarrollados sin contar con el recetario de la Tercera Internacional. En 1949, la victoria de los comunistas chinos acaudillados por Mao Zedong había roto con fortuna los moldes anteriores. Su condición de modelo no se ceñía a Extremo Oriente. Tal y como expresó el Che Guevara durante su primera visita a Pekín, en noviembre de 1960, la revolución china 'era un ejemplo que ha mostrado un nuevo camino para las Américas'.

Al calor de la polémica que le enfrentaba con el revisionismo soviético de Jrushev, el maoísmo exigió ser considerado como el auténtico comunismo. Su aspecto exterior reunía una suma de elementos positivos: intransigente frente a cualquier compromiso con el capitalismo o con la mentalidad reformista, pero al propio tiempo una apariencia menos rígida en su enfoque sobre las contradicciones sociales; dotado de la carga de romanticismo que proporcionaban episodios como la Larga Marcha o la lucha contra los invasores japoneses, y, en fin, desprovisto al parecer del lastre burocrático característico del comunismo occidental gracias a la comunión permanente entre el líder y unas masas supuestamente espontáneas. Como consecuencia, el símbolo, más que el pensamiento de Mao, ejerció un indudable atractivo sobre los jóvenes radicales que en los años 60 preparaban en Europa la traca del 68. Dos películas de ese momento, hoy del todo olvidadas, La Cina è vicina, de Elio Pietri, y sobre todo La chinoise, de Godard, dieron fe de esa adhesión imaginaria a una revolución en lo esencial desconocida.

El episodio de la mal llamada Revolución Cultural colmó el vaso del entusiasmo: un líder que con su palabra y su presencia relanzaba el proceso revolucionario, en busca de la realización inmediata de la igualdad económica, movilizando las masas en contra de la burocracia de su propio partido comunista. Lo nunca visto. Únicamente el desencanto provocado por la recopilación de aforismos del Pequeño libro rojo, el mantra colectivo de la Revolución Cultural, puso en guardia a los avisados sobre la carga de irracionalismo y de estúpida sacralización que la misma arrastraba. A pesar de su intención hagiográfica, los episodios del reportaje cinematográfico Y el viejo Yugong removió las montañas, de Joris Ivens, que tampoco hoy nadie recuerda, permitieron apreciar con claridad el desbarajuste provocado por el mundo vuelto a la fuerza del revés a impulsos de Mao, con los científicos plantando coles, el ingeniero empujando la maquinaria o los campesinos encargados de preparar medicamentos en las farmacias. Todo ello por obra y gracia de una violencia brutal disfrazada de voluntad espontánea de las masas. Persecuciones sin cuento y montañas de muertos, aunque menos que los veinte millones largos de cadáveres provocados por el catastrófico Gran Salto Adelante, fueron la expresión del fracaso definitivo de un método revolucionario que sin embargo permitió a Mao recuperar el poder absoluto y aparecer como un dios sobre la tierra. Según sus propias palabras, un mono con algo de tigre que inexorablemente vence a 'los diablos cornudos y a los espíritus serpentiformes', sus eternos enemigos.

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Sin el exotismo de las metáforas empleadas por Mao, su turiferario Lin Biao no se quedaba atrás, ahora en la lengua de palo habitual en el discurso comunista: el camarada Mao Zedong, afirma en el prefacio de 1966 al libro rojo, 'es el más grande marxista-leninista de nuestra época'. Su pensamiento era una poderosa arma revolucionaria y por eso sus citas debían ser utilizadas siempre y para todo, reproducirse incesantemente en la prensa y ser aprendidas de memoria. Si en la visita a una fábrica, Mao no tiene otra ocurrencia que regalar a los trabajadores un mango, ellos venerarán el fruto hasta que se pudra. En sentido contrario, si un remendón cometía el error de envolver unos zapatos viejos en un periódico con un retrato de Mao, era condenado a recorrer la ciudad encartelado como expiación de su sacrilegio. No en vano Mao se proclamaba sucesor de los dos últimos emperadores manchúes y émulo de aquel que unificó por vez primera el imperio. Nada que ver con Lenin. Por las memorias de su médico Zhisui Li, sabemos que en el poder Mao rompió con su forma de vida como revolucionario y se convirtió en una especie de Tiberio comunista, aislado, ocioso y arbitrario, con una propensión orgiástica que contrastaba con el puritanismo impuesto por él a la sociedad china. Y sobre todo con una entrega permanente a la exaltación de su poder personal, sin importarle las destrucciones causadas en el proceso: la fascinante tragedia de la Revolución Cultural, con la movilización inicial por Mao de los jóvenes contra el partido, luego del Ejército a fin de yugular a los guardias rojos, para estabilizar por fin la situación bajo su mando con los restos del Partido Comunista Chino, fue una obra de arte, como promoción de un desastre colectivo y como ejercicio de manipulación a partir de una posición inicial de debilidad política. Claro que a fin de cuentas de esa vuelta a la estabilidad no emergió el triunfo histórico del Gran Timonel, sino el de su adversario y víctima en la crisis, Deng Xiaoping, con su estrategia neoconfuciana de los gatos cazadores. Para Mao quedó el gran mausoleo imperial-leninista de Tiananmen.

Y si ya en los años 30 el viaje a la URSS fue una muestra de cómo la manipulación informativa y la barrera del idioma ruso contribuyen a la forja de un mito, ¿qué decir del caso chino? Las llamadas Obras completas de Mao se detenían en fecha temprana y la información efectiva de lo que sucedía en la China comunista fue siempre insuficiente. La propaganda oficial cubrió el vacío, presentando las catástrofes como grandes realizaciones revolucionarias que sólo el genio de Mao hubiera podido diseñar. De ahí los disparates que se sucedieron a la hora de interpretar su actuación desde el mundo occidental. En realidad, la grandeza de Mao fue

real, y visible en su dirección política y militar del proceso revolucionario que se impuso en 1949, al descubrir la potencialidad militar y política del campesinado, sabiendo incluso servirse de fórmulas tácticas propias del pensamiento militar de la China clásica, y apuntar la posibilidad de una alianza basada en la existencia de 'no antagónicas' que hiciese de la gestión comunista un instrumento de justicia social y de modernización. Era también la victoria de la nación china tras un siglo de humillación ante el imperialismo. Sólo que muy pronto la ilusión de una sociedad plural quedó abortada por la imposición de una dictadura comunista de tipo estaliniano y por una intensa represión contra los enemigos de clase, la cual asumiría un carácter capilar, de cerco social al acusado, quien en todo caso debía reconocer sus culpas e intentar rehabilitarse mediante la reeducación. Por un momento, Mao decidió recuperar la pluralidad, bajo la consigna de las 'cien flores', pero fue una esperanza fugaz, que cedió paso de inmediato a una represión acentuada y al delirante ensayo de aceleración revolucionaria que Zou Enlai rotuló como el Gran Salto Adelante. A mayor desastre, más hermosa imagen. Mientras Jrushev se hundía en el reformismo soñando con alcanzar los indicadores económicos de los Estados Unidos, las comunas del pueblo avanzaban en la senda del comunismo (en realidad, de la hambruna). Era el triunfo ficticio de la voluntad, de la construcción de una nueva humanidad, apoyándose en el único resorte del pueblo revolucionario.

Desde otros supuestos culturales, será la vía promovida por el Che, precoz admirador de 'la tierra de Mao' y seguida con idénticos resultados lamentables por Fidel en Cuba. Luego, de la exaltación del radicalismo y de la violencia revolucionarios de la Revolución Cultural saldrán derivaciones tan siniestras como los jemeres rojos de Pol Pot y el Sendero Luminoso de Abimael Guzmán en Perú. En Occidente, el coste fue menor. Las intelectuales airadas que defendían los hospitales sucios de Mao donde se criaban anticuerpos y promovían juicios críticos son hoy damas empingorotadas del sistema, otros hallaron acomodo en el PSOE, los herederos de ETA-berri vegetan como reliquia izquierdista y apenas el legado de Mao se percibe en propuestas razonables como la de Bono de exponer a los que maltraten a sus mujeres ante la mirada condenatoria del pueblo.

Como tal, en China el maoísmo quedó reducido a un tigre de papel color sepia. Pero según Deng explicó, era mejor renunciar al ajuste de cuentas con quien había llevado al poder al Partido Comunista, encargado ahora de presidir el desarrollo del capitalismo. A los 25 años de la muerte de Mao, el Gran Salto Adelante se ha dado, pero con un contenido opuesto al que previera el hombre que quiso hacer realidad en China una sociedad comunista.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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