Un relato de EDUARDO MENDOZA

EL ÚLTIMO TRAYECTO DE Horacio Dos

Resumen. El incendio del auditorio real está a punto de acabar con los espectadores, hasta que surge un potente chorro de agua que logra apagarlo. Extinguido el fuego, los pocos habitantes de la estación espacial piden a Horacio que los acoja en su nave, pues en los almacenes no queda provisión alguna y la propia estación está cercana a la desintegración total. Horacio accede a llevarlos.

2222

Domingo 22 de junio

Después de un día de merecido descanso, reanudo la redacción de este grato Informe para dar cumplida cuenta de nuestra lamentable situación y aclarar algunos cabo...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Resumen. El incendio del auditorio real está a punto de acabar con los espectadores, hasta que surge un potente chorro de agua que logra apagarlo. Extinguido el fuego, los pocos habitantes de la estación espacial piden a Horacio que los acoja en su nave, pues en los almacenes no queda provisión alguna y la propia estación está cercana a la desintegración total. Horacio accede a llevarlos.

2222

Domingo 22 de junio

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Después de un día de merecido descanso, reanudo la redacción de este grato Informe para dar cumplida cuenta de nuestra lamentable situación y aclarar algunos cabos sueltos concernientes a la espeluznante y desastrosa aventura vivida en la estación espacial Derrida, de infausta memoria.

Empezaré aclarando el origen de la providencial riada que nos salvó la vida in extremis, aunque para ello deba remontarme un poco en el tiempo.

Hace varios días, recién llegados a la estación espacial Derrida, recibí en mi habitación, como ya hice constar en este grato Informe, la visita del depuesto y luego desaparecido gobernador de la estación espacial Fermat IV, que quería mostrarme una gamba de goma encontrada en la paella. Como yo entonces no le hice ningún caso, decidió el obstinado gobernador proseguir por su cuenta las indagaciones y reunir pruebas con las que respaldar sus sospechas.

Aprovechando el sosiego de la noche, abandonó el palacio ducal y se dirigió a la laguna, de donde procedían las afamadas gambas de la estación espacial. Al llegar allí constató lo que luego el chambelán me dijo: que la laguna se había secado en parte y el resto convertido en una ciénaga apestosa.

Convencido de haber desentrañado el misterio de la estación espacial y puestas en evidencia las patrañas del duque, emprendió regreso a palacio, pero a los pocos pasos sintió sus fuerzas flaquear. Demasiado tarde comprendió que la falsedad se extendía también al sistema de oxigenación de la estación espacial y que los efluvios provenientes de la laguna contenían sustancias mefíticas que habían afectado su organismo.

Quiso pedir auxilio y no consiguió articular sonido alguno. Quiso encender una cerilla y no pudo.

Sintiéndose morir, se sentó en el suelo, apoyó la espalda en el pedestal de la estatua de su alteza real el infante Luis Ferdinando de Occitania y Franconia, alias Mamarracho a Tope, entornó los ojos y perdió el conocimiento, no sin antes comprobar que el pedestal y la estatua eran de papelote.

Lo primero que vio al recobrar el sentido fue el rostro barbado y ceñudo de un hombre que lo miraba con fijeza, el cual dijo que se encontraba a salvo y en manos amigas. Y para demostrárselo, se quitó la barba y el ceño postizos y reveló ser ni más ni menos que Garañón, a quien todos dábamos ya por desaparecido.

Puso entonces el gobernador a Garañón al corriente de sus descubrimientos y respondió éste que no le pillaban por sorpresa, pues también él conocía las turbias intenciones del duque. Y acto seguido le contó la razón de su extraña conducta y camuflaje.

Según este relato, Garañón era en realidad hijo ilegítimo de la duquesa, la cual, para ocultar lo que había sido un desliz de juventud, lo había entregado a una familia de delincuentes ambulantes que se habían hecho cargo de su crianza y formación. Ahora, ya que los giros fortuitos de la vida lo llevaban junto a su verdadera madre, había decidido poner en claro y, si se confirmaban los rumores al respecto, reclamar el título de duque de la estación espacial.

Como la historia de Garañón le fue contada en las tenues horas de la madrugada, a media voz y a la luz de un candil, y acompañado de ademanes teatrales y un fuerte olor a vino, el gobernador decidió no concederle el menor crédito.

Al día siguiente, es decir, el pasado lunes 17 de junio, dejando en el camarote al gobernador, todavía postrado por haber inhalado los vahos hediondos de la laguna, salió Garañón a hacer gestiones. Al atardecer regresó cansado y alicaído. Había pasado el día entero rondando a la duquesa con el propósito de poder hablar con ella a solas y revelarle su presunta identidad, pero no lo había conseguido, pues la duquesa estaba a veces en compañía del duque, a veces de alguna dama de honor y siempre del abate Pastrana.

El gobernador dijo entonces a Garañón que no se desanimara tan pronto, que estas cosas requerían tiempo y una buena dosis de perseverancia, y le propuso acudir aquella misma noche a la alcoba de la duquesa en compañía del propio gobernador, que ya estaba repuesto de sus males, y cuya presencia tranquilizaría a la duquesa y daría a la entrevista garantías de formalidad.

Aceptó Garañón la sugerencia, pero rechazó la de hacerse acompañar por el gobernador, pues los efectos de la inhalación habían dejado huella en su aspecto físico, como el mismo gobernador pudo comprobar al mirarse al espejo y ver con espanto que la piel de la cara se le había vuelto de color violeta, los ojos parecían dos bolas de billar y de la nariz le colgaban dos mocos congelados de un palmo de longitud y de un perverso tono ambarino.

Le dio mucha pena verse así, pero no quiso renunciar a la posibilidad de proseguir su investigación, de modo que le dijo a Garañón que le acompañaría para asesorarle en caso de duda, pero sin dejarse ver.

Fueron, pues, los dos a la alcoba de la duquesa, llamaron a la puerta y nadie contestó. Garañón abrió la puerta con una ganzúa y encontró la habitación vacía, ya que la duquesa, en aquel preciso momento, se encontraba en mi habitación, sentada en la piltra y hablando conmigo.

Regresaban Garañón y el gobernador mohínos y defraudados al camarote del primero, cuando oyeron ruido de pasos, se ocultaron en un rincón oscuro y vieron pasar a la señorita Cuerda, la cual, como también he consignado en este grato Informe, se dirigía a mi habitación por voluntad propia. Garañón dijo por señas que no revelaran su presencia, pero como al gobernador, según también quedó dicho, le había dado la chaladura de que la señorita Cuerda era su propia hija, no pudo resistir la tentación de salirle al paso para prodigarle unas muestras de cariño que llenaron a la señorita Cuerda de sobresalto y terror.

Entró gritando despavorida la señorita Cuerda en mi habitación y trató de seguirla su pretendido padre para revelar quién era, aclarar el malentendido y explicar el origen de sus feos mocos, pero Garañón se lo impidió. Mientras forcejeaban, volvió a salir al corredor la señorita Cuerda, perseguida por mí, y yo por el abate Pastrana, en quien no habían reparado hasta entonces.

Advirtiendo el peligro que yo corría, vino Garañón en pos de los tres y, para impedir que el abate me alcanzara, lo despachó con su habitual decisión y con la escopeta de cañón recortado que siempre lleva consigo.

Por su parte, el gobernador, viendo a la duquesa en la habitación, el camino expedito y la ocasión ventajosa, se coló en la habitación y, agitando la gamba de goma, se encaró con la duquesa, la cual, al verlo, se desmayó.

Garañón, que regresaba en aquel momento arrastrando por los pies el cuerpo del abate para borrar todo indicio de sus correrías, reprendió al gobernador y trató de reanimar a la duquesa. Volvió ésta en sí, se encontró con el rostro de un hombre barbado y ceñudo que arrastraba un cadáver y le decía '¡mamá, mamá!', y volvió a desmayarse.

No habiendo más que hacer allí, endosó Garañón el cuerpo del abate al gobernador, cargó él con la duquesa en brazos, y salieron los cuatro de la habitación. Y, por este motivo, yo no encontré a nadie cuando regresé de mis inútiles requerimientos ante el camarote cerrado de la señorita Cuerda.

Acto seguido, Garañón, el gobernador y sus acompañantes fueron al camarote del primero. Allí dejaron a la duquesa inconsciente, pero amordazada y atada a la piltra por si al recobrar el sentido pretendía huir, y se deshicieron del cuerpo del abate arrojándolo a una de las ciénagas de la laguna, en la que se desapareció al instante entre burbujas y gorgoteos.

Luego regresaron al camarote, revelaron a la duquesa, que ya había vuelto en sí, quiénes eran y la convencieron de haber obrado con la mejor de las intenciones. También ella, por su parte, según les dijo la propia duquesa, había actuado por las mismas razones, pues aquella noche había acudido a mi habitación a prevenirme de la trampa urdida por el duque para perdernos a todos sin remisión.

Continuará

www.eduardo-mendoza.com

Capítulo anterior | Capítulo siguiente

Archivado En