Columna

Yo misma a mí misma

Empieza Agosto, tiempo de fiestas. Para mí, la fiesta es dormir a pierna suelta y no tener que maquillarme. Para algunos, consiste en beber hasta perder el sentido. En todo caso, la fiesta es una suspensión de las reglas. Más que coger uno vacaciones, en la fiesta damos vacaciones al guardia o al pepito grillo que llevamos dentro y dejamos que, por tiempo limitado, el mundo se vuelva del revés. Porque la trasgresión de las reglas también tiene sus límites. Y, cuando acaba, el campo de batalla, cubierto de despojos de plástico y cuerpos vencidos por el sueño, es invadido por barrenderos para qu...

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Empieza Agosto, tiempo de fiestas. Para mí, la fiesta es dormir a pierna suelta y no tener que maquillarme. Para algunos, consiste en beber hasta perder el sentido. En todo caso, la fiesta es una suspensión de las reglas. Más que coger uno vacaciones, en la fiesta damos vacaciones al guardia o al pepito grillo que llevamos dentro y dejamos que, por tiempo limitado, el mundo se vuelva del revés. Porque la trasgresión de las reglas también tiene sus límites. Y, cuando acaba, el campo de batalla, cubierto de despojos de plástico y cuerpos vencidos por el sueño, es invadido por barrenderos para que todo vuelva a la normalidad.

Pero existe otra forma de suspensión de las reglas cotidianas, que es lo sagrado; y esa, una vez iniciada, no tiene fin. Hace años que en nuestros pueblos en fiestas apareció el lema Jaia eta borroka (fiesta y lucha). Muchos lo entendieron como una propuesta de extender el nivel de trasgresión para incluir la destrucción de mobiliario urbano. Pero era lo contrario de la fiesta, la imposición de una regla que no admite suspensión: la del sagrado 'conflicto', la lucha de los inmortales en la que todos somos comparsas.

Días pasados una chica tomaba el sol en una playa de Alicante. No está de vacaciones ni tampoco trabajando en el turismo. Ella tiene una misión. Ya en el apartamento que comparte con su novio, desenvuelve con el mayor cuidado un paquete en que está inscrito un enigmático nombre: Titadine. A su lado, un mecanismo y unos cables que habrá de conectar para completar la obra. ¿En qué piensa? Yo os diré en qué no está pensando. No piensa en las personas que morirán como consecuencia de su acción. No piensa en los hijos que quedarán sin padre, en las parejas que deshará. En las lágrimas que muchos verterán ¿por su culpa? No; nada de culpa. Ella se ha puesto libremente al servicio de una realidad superior: la organización. La realidad corriente que la gente ve, o cree ver, carece de sentido para esta joven de veinte años. La verdadera realidad está muy por encima o muy por debajo. Por encima, está la organización y el pueblo que ella representa. Por debajo existe un inframundo de periodistas-policía, de profesores-policía y otros 'perros' que han renunciado a su condición humana por ponerse al servicio del estado opresor. La gente corriente es material desechable.

Ahora, a través de esta masilla marrón y de estos cables que tiene entre los dedos, va a escenificarse un grandioso acto del drama; la organización está diciendo al estado opresor: '¿No quieres ceder? Pues mira lo que por tu testarudez va a sufrir esa gente'. Aún antes de que suceda, la organización hará una última llamada por teléfono: 'Sólo lo diré una vez: hemos puesto una bomba. Si alguien muere, no será por nuestra culpa'. ¿Tiene ella alguna responsabilidad? Ninguna, fuera de la de conectar bien estos cables. ¿Cable rojo o cable azul? Todo el dilema se reduce a esto.

La transformación se ha consumado. Una poderosa energía alquímica ha sido liberada, vaciando en un instante el apartamento. Las paredes de los pueblos se han cubierto con el nombre de Olaia y las cristaleras de los bancos, de ikurriñas con crespón negro que nadie se atreverá a quitar. Se bailarán aurreskus en honor a la heroína. Jóvenes de rostro airado pasearán el ataúd y protestarán iluminando las noches con botellas incendiarias. No entramos en fiestas, temerosos mortales; entramos en territorio sagrado.

Pues que no cuenten conmigo. Me voy a pasar este mes en la ganbara del caserón de mis abuelos, leyendo a Rousseau, Diderot y Voltaire, que sí creían en los seres humanos corrientes y en que éstos algún día acabarían con la superstición. Confortada con estos pensamientos racionales me he ido a la cama y he soñado que yo era una lamiña y me llamaba Olaia. Tras enfrentarme al dilema del cable rojo o cable azul, una luz blanca cegadora me ha transportado a un paraje habitado por simpáticas abuelas, lamiñas como yo. Conmovidas por mi aspecto, se me han acercado preguntándome solícitas: '¿Quién te ha hecho, quién te ha hecho?'. A lo que les he contestado perpleja: 'Yo misma a mi misma, yo misma a mí misma...'.

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