Columna

Retratados

Hace pocos días, alguien diagnosticaba una depresión endógena al gobierno de Aznar, con todo lujo de detalles bioquímicos. El supuesto enfermo, por boca del propio presidente, negaba tanto los síntomas como el diagnóstico global. Y toda esta relación médico-enfermo se producía en la plaza pública, en lugar de transcurrir en la intimidad apropiada de una consulta, como debe ser. Estoy convencido de que existen patologías políticas, pero resulta peligroso utilizarlas al servicio de la crítica o como página de opinión.

Ya me imagino a los asesores y equipos de imagen buceando en los diccio...

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Hace pocos días, alguien diagnosticaba una depresión endógena al gobierno de Aznar, con todo lujo de detalles bioquímicos. El supuesto enfermo, por boca del propio presidente, negaba tanto los síntomas como el diagnóstico global. Y toda esta relación médico-enfermo se producía en la plaza pública, en lugar de transcurrir en la intimidad apropiada de una consulta, como debe ser. Estoy convencido de que existen patologías políticas, pero resulta peligroso utilizarlas al servicio de la crítica o como página de opinión.

Ya me imagino a los asesores y equipos de imagen buceando en los diccionarios médicos para perseguir al adversario. Que si los tuyos tienen un ataque de pánico, que si los otros están en plena fase maníaca, que tal gobierno autonómico sufre una neurosis de renta o que los otros son extrapunitivos. No intenten imaginar en quiénes pienso, porque acertarán. Pero lo cierto es que esto no es serio. Sólo nos falta que se animen las compañías farmacéuticas y empiecen a producir medicinas de diseño para grupos políticos. Por ejemplo, fármaco ideal para soportar las crisis económicas. Contraindicaciones y efectos secundarios, verborrea y cierta tendencia a la sinceridad, no utilizar en casos de imputación. Interacciona con todos los productos ideológicos, como la lealtad, igualdad y solidaridad. ¿A que no les parece bien?

Personalmente, prefiero la analogía fotográfica a la patológica. Los socialistas se caracterizaron durante mucho tiempo por aquel viejo grito de 'el que se mueva, no sale en la foto'. Como si fuera una película de ciencia ficción sobre regreso al pasado, primero desapareció uno de la foto, luego se desdibujó otro y luego otro y otro. De forma lenta pero sistemática, a regañadientes, se fueron borrando todos hasta dejar una foto en blanco. Sólo empezó de nuevo a transcurrir el tiempo cuando en la foto apareció, primero, una sonrisa, después unas cejas, luego unos ojos y detrás una silueta cargada de hombros. Ahora sólo falta, y no es poco, rellenar el resto de la fotografía y ponerle un marco adecuado.

Los populares, por otro lado, prefieren la foto fija aunque cada uno se mueva a su aire, cocine por su cuenta o falte coordinación. El mensaje es claro. La foto es la que hay, no pienso tocarla y lo que es, es. Todo fluye, pero nadie cambia. El peligro, en este caso, es que se quede anticuada y se convierta en una de esas fotos familiares que sólo sirve para el álbum de los recuerdos, donde cualquier parecido con la realidad actual es fruto de la casualidad.

Y lo peor es que la estrategia de la foto fija se copia como modelo a seguir por toda la geografía política, incluida la nuestra. Ni siquiera se digitaliza para retocarla, a gusto del consumidor o ciudadano de a pie. Hoy por hoy, las depresiones se curan, más o menos, pero las escenas repetidas no se soportan ni en los telediarios.

De momento, la foto de Zapatero igualó o mejoró a la de Aznar en el último debate del estado de la nación. Ahora empezará la comparación entre las demás fotos del equipo. Está claro que no es un problema de patología, es un problema de fotogenia. Menos en Valencia, porque aquí, al margen de la foto fija de Zaplana, ningún político se retrata.

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