Editorial:

El rey que ganó

Las elecciones búlgaras han arrojado un resultado probablemente inédito en la historia de las democracias: un antiguo rey -depuesto por el extinto régimen comunista hace más de medio siglo- ha ganado unas elecciones generales, al borde mismo de la mayoría absoluta, con un movimiento político tan heterodoxo como improvisado, que se organizó hace apenas dos meses y cuyo núcleo duro está formado por jóvenes expatriados rescatados de los bancos de inversiones internacionales. El movimiento simeonista ha pasado como una apisonadora por la alianza gobernante de Iván Kostov, que ha acercado a ...

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Las elecciones búlgaras han arrojado un resultado probablemente inédito en la historia de las democracias: un antiguo rey -depuesto por el extinto régimen comunista hace más de medio siglo- ha ganado unas elecciones generales, al borde mismo de la mayoría absoluta, con un movimiento político tan heterodoxo como improvisado, que se organizó hace apenas dos meses y cuyo núcleo duro está formado por jóvenes expatriados rescatados de los bancos de inversiones internacionales. El movimiento simeonista ha pasado como una apisonadora por la alianza gobernante de Iván Kostov, que ha acercado a Bulgaria a la UE y a la OTAN y ha estabilizado el país política y económicamente. Pero los frutos de la reforma no acaban de llegar a los bolsillos y su Unión de Fuerzas Democráticas ha adquirido notoria fama de corrupción durante el proceso de privatizaciones.

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La victoria de Simeón -que debe haber inflado las velas de algunos aspirantes a recuperar tronos arrasados por las consecuencias de dos guerras mundiales- se explica mal con la lupa al uso. Representa, sobre todo, la culminación de una ruptura colectiva con el pasado y tiene mucho que ver con universos ideales acariciados durante generaciones. Desde la caída del comunismo, muchos búlgaros han visto al antiguo rey niño como un ilimitado conseguidor, incontaminado y capaz de sacarles, con sus altos contactos, de la grisura de una situación que nunca ha acabado de romper.

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Simeón de Bulgaria tiene que adoptar decisiones importantes de inmediato, entre ellas con quién se aliará para gobernar o cuál será exactamente su papel, puesto que, aunque no se ha presentado a diputado, la ley no le impide asumir la jefatura del Gobierno. Otras pueden esperar: su eventual concurrencia a las elecciones presidenciales de este año, que obligaría a cambiar la Constitución, o sus intenciones finales sobre la monarquía. Ha ofrecido gobernar en coalición a cualquiera que comparta objetivos tan ecuménicos como mejorar el nivel de vida, avanzar rápido hacia la UE y la OTAN y combatir la corrupción. Descartados los ex comunistas, quedan la UFD y el partido de la minoría turca, por su misma naturaleza quizá la opción más presentable.

Las ilimitadas expectativas depositadas en Simeón hacen factible el desencanto. Bajo el eslogan Creedme, el ex monarca ha prometido a ocho millones de búlgaros empobrecidos cambios sustanciales en 800 días. Pero su programa de libre mercado radical debe ser aplicado por un movimiento sin estructuras y prácticamente sin militantes, salvo los brokers que lo han diseñado. Y con el riesgo añadido de que la inexperiencia política de los vencedores naufrague en un mar de funcionarios naturalmente ajenos al proyecto.

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