Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA

¿Dónde está Cataluña?

Escribo desde Magnitogorsk, en el corazón de la Siberia central: 'La montaña imantada' significa su casi imposible nombre en ruso. Desde la ventana de la casa rusa que nos acoge, un sol siberiano de un amarillo férrico, ya hiriente a las seis de la mañana, ilumina el dantesco paisaje. Casas de pisos por todos lados, decenas y decenas, situadas caóticamente, desmintiendo rotundamente las leyes del dios del urbanismo. ¿Existe la palabra mantenimiento en el alfabeto ruso? Balcones que muestran indiferentes sus entrañas más inquietantes, como si nuestra insufrible aluminosis fuera un lujo d...

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Escribo desde Magnitogorsk, en el corazón de la Siberia central: 'La montaña imantada' significa su casi imposible nombre en ruso. Desde la ventana de la casa rusa que nos acoge, un sol siberiano de un amarillo férrico, ya hiriente a las seis de la mañana, ilumina el dantesco paisaje. Casas de pisos por todos lados, decenas y decenas, situadas caóticamente, desmintiendo rotundamente las leyes del dios del urbanismo. ¿Existe la palabra mantenimiento en el alfabeto ruso? Balcones que muestran indiferentes sus entrañas más inquietantes, como si nuestra insufrible aluminosis fuera un lujo del mundo occidental. Barrios enteros imposibles de imaginar en el calor del verano y que, sin embargo, sobreviven al permanente forcejeo con el termómetro del invierno siberiano. Los niños juegan en las vías de los tranvías, situados en medio del todo, cruzados por coches en carrera permanente, como si el intento de ciudad fuera sólo un esbozo de un loco autochoques de medida gigantesca. 'Muchas personas deben morir atropelladas', comento con preclara ingenuidad. 'Aquí es fácil morir de todo', me responde esa voz de ronca indiferencia forjada en la memoria de siglos de esclavitud. ¿La última modalidad de muerte rápida? Los más pobres arrancan las tapas de las cloacas para venderlas, y la gente cae a menudo en los agujeros, auténticos pozos, que ningún alcalde o sucedáneo se preocupa de volver a tapar. Hay un río, y por un momento soñamos que ordena el caos, pero sólo es el espejismo de tanta retina sobrecargada de gris y más gris. Todos los colores del gris: el gris supervivencia, el gris contaminación, el gris desesperanza, el gris muerte joven, el gris de una ciudad que no sale en los mapas de ningún atlas con vocación de importante. Hasta el río es gris. Y rodeando las casi 500.000 almas de este infierno terrenal, como si la pugna entre Dante y Sartre se saldara dando la razón al francés inmortal -claro que el infierno son los otros-, algún otro decidió hacer un anillo con todas las variedades de la industria contaminante, por supuesto sin tonterías ecológicas que pretendieran filtrar la alegría de los humos danzantes. Al fin y al cabo, Magnitogorsk está en la región siberiana de Cheliabinsk, cuya macabra carrera con Chernóbil gana por goleada: es la zona más contaminada del planeta. De aquí son las pruebas rusas para fabricar la bomba atómica; aquí se produjeron los tres graves accidentes nucleares de la década de 1950, por supuesto silenciados por la glasnost estalinista y por la no menor transparencia norteamericana, mucho más preocupada por garantizar su propia industria nuclear -sin sobresaltos de informaciones alarmantes- que por contar los muertos siberianos. 'Por lo menos las víctimas de Chernóbil existen', me dice alguien sin nombre, pues la voz en Siberia no tiene nombre cuando habla. ¿Resulta extraño que sea éste el lugar escogido para almacenar los residuos nucleares y también químicos de muchos países europeos? Hasta la mierda nuclear española va a venir aquí, por supuesto pagando bien, que somos gente solidaria. El gris, todos los colores del gris...

Alzo la mirada y casi veo la frontera con el Kazajistán, aquí mismo, como si fuera el horizonte simbólico que separa lo definible de lo ya definitivamente imposible. La tierra misteriosa. A 10 kilómetros, y con no menos misterio, están los límites de la región del Baskortostán, el país mellizo de la Tartaria, el país de mi hija Ada. Ada o el ardor, pero sin que la bella pluma de Nabokov ilustre la rudeza de un orfanato siberiano. Abandonada a los cinco días en el hospital, niña con suerte que no ha sido depositada en ningún vagón de tren o en un contenedor de basuras como tantos, tantos de los suyos. Niña de ojos rasgados y pelo rubio, perpetuando para sí la maravilla de la mezcla de razas. ¿La van a considerar una catalana pata negra los Barrera y las Ferrusola del mundo? ¡Que los zurzan! Niña de la niña de mis ojos, bella de soledad, bella de tristeza, bella de abandono. Bella de lo bello que me da. Pura poesía lorquiana...

Desde Magnitogorsk, Cataluña no sale en el mapa. Entiéndanme: no sale la Cataluña paranoica, eternamente preocupada por la redondez de su ombligo, perdida entre debates de tal imbecilidad que sólo la extrema proximidad disfraza de algo soportable. El mundo muere lento y silencioso, pero el paraíso catalán -con el español a la zaga- se dedica a sus labores. Sesudas cabezas pensantes sudando ideas sobre himnos, sobre ofensas, sobre esencias. Y aquí, con unos granitos de esencia catalana harían casas y más orfelinatos y hasta pondrían asfalto a la locura del barro. Pero nuestra esencia no es exportable: los ricos, porque somos ricos, nos permitimos ser estúpidos.

La solidaridad. A veces me ha resultado una palabra antipática, tan en boga en bocas poco solidarias. Hasta José María Aznar habla de solidaridad cuando hace de entretenida de saldo del matón norteamericano. 'Unos misiles nucleares más, niños, que ya enviaremos la muerte nuclear a Siberia'. Pero la solidaridad, el ejercicio de la solidaridad, es una de las pocas autoexigencias reales que estamos obligados a realizar, como si fuera el último trazo de humanidad que le quedara al monstruo que vamos forjando. Aunque el Baskortostán, o Magnitogorsk, o la propia Cheliabinsk nunca salgan en nuestro atlas mental, están ahí, con sus miles de niños abandonados, con sus miles de madres que abandonan niños mientras viven su vida abandonada, con sus miles de almas agonizantes. Y sólo la Cataluña que sabe que existen, aunque no los tenga en el mapa, es la Cataluña triomfant. La Cataluña donde mi hija Ada no sólo tiene sitio, sino que tiene sentido. Así que, por favor, Parlamento mío, acaben ustedes sus rituales estéticos y sus debatillos de sobremesa, que la llevo a casa y no tengo tiempo para explicarle lo endogámicos, pobres y miserables que podemos ser los que tenemos la panza llena. Ada, de ojos rasgados y pelo rubio, catalana de la Bashkiria, bella.

Pilar Rahola es escritora y periodista. Rahola@hotmail.com

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