Columna

Como humo de tabaco

A los once años fumé mis primeros cigarrillos a escondidas. Debo decir que uno de los primeros recuerdos que tengo respecto al tabaco no es demasiado agradable. Cuando ya en la pandilla habíamos superado la etapa de fumar pajitas del monte, nos decidimos a imitar a nuestros padres y fumar cigarrillos de verdad. Fuimos a un estanco. No sé por qué, el paquete que más me gustó fue el de los cigarrillos Lola, que resaltaba entre los demás por sus flores naranjas al más puro estilo pop de la época. En aquel tiempo no había una verdadera legislación sobre la venta de tabaco a menores de edad, al men...

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A los once años fumé mis primeros cigarrillos a escondidas. Debo decir que uno de los primeros recuerdos que tengo respecto al tabaco no es demasiado agradable. Cuando ya en la pandilla habíamos superado la etapa de fumar pajitas del monte, nos decidimos a imitar a nuestros padres y fumar cigarrillos de verdad. Fuimos a un estanco. No sé por qué, el paquete que más me gustó fue el de los cigarrillos Lola, que resaltaba entre los demás por sus flores naranjas al más puro estilo pop de la época. En aquel tiempo no había una verdadera legislación sobre la venta de tabaco a menores de edad, al menos en mi pueblo de veraneo, así que la señora del estanco me tendió mi paquete, aunque, eso sí, con cara de malas pulgas.

Acudimos a los jardines donde solíamos fumar. Y abrimos nuestro paquete de cigarrillos. Repartimos el tabaco, a pesar de que advertimos unas manchas marrones de humedad en los pitillos. Tal vez la marca Lola no se vendía mucho. Encendimos los cigarrillos y entonces comencé a encontrarme mal. Me separé de mis compañeros y comencé a vomitar. A las niñas les daba asco. Fue uno de los peores momentos de mi vida. Entre aquellas niñas había una que me gustaba, y allí estaba yo, vomitando las entrañas. Me apoyé en un muro de piedra que delimitaba los jardines y esperé a que se me pasase. Recuerdo que me propuse no volver a fumar jamás. Mis compañeros, en lugar de acercarse a mí para socorrerme, se alejaron como si yo fuera un apestado. Guardé mi paquete de Lola en el bolsillo y decidí devolverlo al día siguiente a causa de las manchas de humedad en los cigarrillos. Seguramente esa era la razón de que me hubiese puesto malo.

Al día siguiente, la estanquera me dijo que no me cambiaba el paquete. Me dijo que si quería que me devolviesen el dinero, lo mandase a la propia tabacalera. De poco me sirvió protestar: la estanquera no cambió de opinión. Era capaz de venderle un paquete de tabaco a un chaval de once años, y no se admitían devoluciones. Así que me quedé con el tabaco. Había prometido no fumar más después del mal rato que pasé, pero no mantuve mi promesa mucho tiempo. Terminé el paquete de Lola. Y después vinieron más. Poco a poco la nicotina se convirtió en mi fiel compañera. Empecé a fumar en firme, ocultando mi vicio a mis padres. Pero no pasó mucho tiempo antes de que fuera descubierto, y llegó el momento de fumar en su presencia. Me convertí en un auténtico fumador. Por decirlo de otra manera, ya era un hombre.

Fumaba como Bogart. Hacía aritos con el humo. Esculpía figuras de animales con las volutas. Ejecutaba malabarismos con el cigarrillo encendido utilizando una sola mano. Con el tiempo, mi vicio adquirió el toque de elegancia necesario para entrar el gran mundo. Y entonces, de un día para otro, empecé a escuchar por todas partes que el tabaco era muy malo. Al principio no me lo tomé muy en serio, hasta que me impidieron fumar en un transporte público. Entonces me fastidió bastante. Con el tiempo se quitaron los anuncios callejeros de Marlboro, y se dijo que el tabaco era la lacra del nuevo siglo. A los fumadores nos miraban mal. Éramos unos asesinos. Matábamos con nuestro humo. Ellos querían erradicar no solamente el tabaco, sino también a los fumadores. Así que intenté dejarlo con unos parches, pero no pude. Me sentía peor que un criminal. Y empecé a fumar nuevamente a escondidas, como en los viejos tiempos.

Ahora me escondo para fumar. He asimilado que el tabaco es malísimo desde mi encuentro con un vagabundo. Estaba yo sentado en una terraza, tostándome al sol, cuando se acercó un vagabundo que me pidió un pitillo. Yo abrí el paquete para mostrarle un solo cigarrillo. Me disculpé y le dije que no podía dárselo. Entonces el vagabundo me miró con desprecio y me dijo: 'El tabaco te matará'. Desde entonces fumo a escondidas. Me meto en el cuarto de baño y enciendo un cigarrillo, mientras leo mi destino en el paquete. El tabaco mata. Se acabaron los tiempos de Bogart.

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