Columna

Fantasmas y malentendidos

Como señalaba ayer un comentarista británico, lo más peculiar del proceso de integración en Europa es que todos los países quieren hacer una tortilla europea pero sin romper un solo huevo nacional. O, dicho en términos más académicos, que las pautas nacional-estatales siguen determinando, casi de modo exclusivo, la construcción europea, lo que perpetúa las contradicciones y paradojas que la acompañan desde su lanzamiento en 1947. Cada país, con excepción del Reino Unido, que siempre ha estado en la reticencia, y cada político, con excepción de los situados en los extremos, que siempre han sido...

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Como señalaba ayer un comentarista británico, lo más peculiar del proceso de integración en Europa es que todos los países quieren hacer una tortilla europea pero sin romper un solo huevo nacional. O, dicho en términos más académicos, que las pautas nacional-estatales siguen determinando, casi de modo exclusivo, la construcción europea, lo que perpetúa las contradicciones y paradojas que la acompañan desde su lanzamiento en 1947. Cada país, con excepción del Reino Unido, que siempre ha estado en la reticencia, y cada político, con excepción de los situados en los extremos, que siempre han sido sus antagonistas, cuando proclaman su vocación europea sostienen simultáneamente que ésta sólo puede cumplirse de acuerdo con la concepción política e institucional propias de la tradición nacional a la que pertenecen.

El 12 de mayo de 2000, el ministro alemán de Asuntos Exteriores llama a rebato eurofederal y nos propone una Federación europea apoyada y vertebrada por una Constitución. En ella el poder legislativo se confía a un Parlamento con dos Cámaras, una que será la voz de los Estados y otra que representará a los ciudadanos; y el poder ejecutivo podrá ser o el actual Consejo Europeo, que se convertirá en un auténtico Gobierno, o la Comisión actual, que estará dirigida por un presidente elegido directamente por los ciudadanos y que dispondrá de muy amplios poderes. Estamos en pleno éxtasis formal-federal. Pero, cuando el canciller Schröder confirma más tarde este ambicioso planteamiento metagubernamental, calcado por lo demás del modelo alemán, lo vacía sin embargo de lo más real y de lo que más importa: el presupuesto. Pues, por una parte, insiste en la cofinanciación por parte de los Estados miembros, y por otra, excluye los fondos estructurales, y con ellos la Política Agrícola Común (PAC) y los fondos regionales del volumen que gestiona la Comisión, que es el único órgano verdaderamente supragubernamental de la Unión Europea, al mismo tiempo que postula que su administración vuelva a los Estados y a las regiones. Acepta en cambio que, en los sectores de política exterior y de seguridad común, en los que sigue gravitando el fantasma de la culpa internacional y de la falta de legitimidad histórico-democrática, la acción internacional de Alemania se realice gracias a la cobertura de la Federación Europea.

Muy otro es el caso de Francia, en la que la convergente retórica de Chirac y de Jospin, inspirada en la incongruente expresión de Jacques Delors sobre la Federación de Estados-nación, responde al permanente propósito francés de prolongar, mientras sea posible, el confuso e inestable equilibrio entre lo comunitario y lo intergubernamental, a través de cuyas rendijas puede Francia asomar la cabeza y confortar el fantasma de su protagonismo mundial. La excepción cultural, su rol antagonista con Estados Unidos, la revindicación reiterada de Jospin en su intervención de esta semana sobre la visión europea del mundo y del modelo europeo de sociedad son las expresiones más potencialmente fecundas de esa voluntad protagonista.

Dos fantasmas paralelos, el francés y el alemán, que, como las líneas del mismo nombre, no logran encontrarse y son fuente de graves malentendidos. Y lo dramático de ese desencuentro es que impide que el deseo de Europa, tan ampliamente mayoritario en la opinión pública de nuestro continente, se traduzca en una estructura política e institucional de carácter metanacional que complete el espacio del euro. Ya que no basta, como propone Jospin, un Gobierno económico que lo acompañe, es imperativo un marco político que lo encuadre. Sin él, ni siquiera podremos proteger nuestras economías, porque no podremos poner fin a operaciones de espionaje del tipo Echelon, lideradas por Estados Unidos y Gran Bretaña, que, según el informe del europarlamentario Gerhard Schmid, ha controlado millones de comunicaciones telefónicas y electrónicas con fines de espionaje económico a favor de las empresas norteamericanas. Ni seremos tampoco capaces de establecer una Europa fiscal o un espacio social europeo, por mucho que lo proclamemos. Y sobre todo no podremos asumir nuestra doble responsabilidad principal: la de ser solidarios con los países y las poblaciones del Sur y la de proteger a nuestro desvalido planeta.

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