LA CRÓNICA

La noche abandonada

A las ocho de la mañana de un domingo, la barra del Parigi reúne a unas cuantas aves nocturnas. El humo se agarra a la ropa con tanta pasión que, cuando salga de aquí, no habrá lavadora que se lleve el tufo a tabaco. El poco espacio limita los movimientos de este pequeño local, uno de los muchos que ejercen de after-hours para la tribu golfa de fin de semana. Utilizando la jerga al uso, podríamos decir que la puerta es blanda y el derecho de admisión lo bastante laxo para dejarme entrar a mí, que ni siquiera llevo piercing. A mi alrededor, mujeres de pelo en pecho me sonrí...

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A las ocho de la mañana de un domingo, la barra del Parigi reúne a unas cuantas aves nocturnas. El humo se agarra a la ropa con tanta pasión que, cuando salga de aquí, no habrá lavadora que se lleve el tufo a tabaco. El poco espacio limita los movimientos de este pequeño local, uno de los muchos que ejercen de after-hours para la tribu golfa de fin de semana. Utilizando la jerga al uso, podríamos decir que la puerta es blanda y el derecho de admisión lo bastante laxo para dejarme entrar a mí, que ni siquiera llevo piercing. A mi alrededor, mujeres de pelo en pecho me sonríen con masculina melancolía, aunque, por suerte para todos, no pasamos a mayores. Ignoraba la existencia de este local, pero un día, pasando por aquí, vi salir a unas alegres drag-queens acompañadas por un tío igual que el Fary y sentí la llamada de la selva. Era una mañana de domingo y pensé: es un buen lugar para desayunar.

Misteriosamente, hacia la mitad de la década de 1990 desaparece de la prensa barcelonesa la crónica de la noche, que tuvo ilustres glosadores: Sagarra, Gasch, Carandell

Ya sé que justo al lado está el bar París (Aribau / París), donde las hordas acuden a reponer fuerzas a base de mezclas tan cañeras como la que le oí encargar a un bocazas: 'Niña, ponme un cruasán y un vodka con tónica'. Pero para la parroquia del Parigi, el París tiene demasiada actividad y luz exterior. Delante de la terraza, por ejemplo, los clientes aparcan en doble fila y se saludan al cervecero grito de '¡wasssuuup!'. Lo peor, sospecho observando las papeleras, ya ha pasado. Unas horas antes, la ciudad era un hormiguero con gogós fusiladas por focos enloquecidos y psicodelia de lata, securatas marcando porra y broncas en la entrada de los muchos locales que se dedican a eso que llamamos vida nocturna aunque a veces consista en morirse de asco mientras uno espera a que se haga de día. En otros tiempos, sin embargo, la noche fue una buena excusa para hacer, además de otras muchas cosas, buen periodismo.

El siglo pasado lo practicaron Josep Maria de Sagarra, quien en L'aperitiu cuenta que a los seis años vio por primera vez a Rusiñol en Els Quatre Gats, 'el café más irrespirable de Barcelona'. O Sebastià Gasch, topógrafo del ocio, descubridor de tugurios en los que se servía la mejor manzanilla de la ciudad. O Ángel Zúñiga, del que no hace mucho se ha reeditado su interesante Barcelona y la noche (Parsifal Ediciones). Pero ha habido más: Josep Maria Carandell, Lluís Permanyer, Sempronio y, a su manera, Josep Sandoval o Xavier Agulló, sin olvidar al tenaz guía del ocio Rafael Taixés. Incluso recuerdo una erudita digresión hotelera de Anton M. Espadaler en la que citaba a López Picó y a Bontempelli. Y Quim Monzó, que ejerció de forense de bares muertos y concluyó: 'Muchas veces son los bares los que nos abandonan'. Unos años antes, Joan de Sagarra también encontró el equilibrio entre la capacidad de observación y el insomnio y se marcó alguna rumba dedicada al Jazz Colón: 'La pista del Colón es uno de los pocos lugares en los que se destila una bestialidad químicamente pura', una pista en la que quizá bailó con su amigo Barnils, quien, a su vez, escribió sobre ese Gobblins en el que, probablemente, conoció a Valentí Puig.

De la Bodega Bohemia hasta el Universal podría trazarse una ruta más viva que el Quadrat d'Or. Podría llamarse De copa en copa e invito porque me toca y utilizar el bus turístico, sin techo, con vistas al cielo de una ciudad abducida por antenas de telefonía. Viajaríamos por el tiempo y veríamos a Cristina Fernández Cubas en el Astoria, a Lluís Maria Todó en el Kentucky, a Rosa Regás o a Terenci Moix en el Boccaccio, a Óscar Collazos en el Zeleste, a Onliyú en La Palma, a Vincent Borel en el 666, a Ramón de España en el Dry Martini, al escritor oral Carles Flavià en el Raval, a Vila-Matas o Maria Jaén en el patio trasero del Bikini...

Pero, a partir de allí, parece que la cadena se rompe. Ignoro la razón pero, a mediados de la década de 1990, la noche perdió a sus notarios. Todo quedó en manos de una tradición oral que dejó huérfanos a esos curiosos que necesitamos a los corresponsales de guerra para saber qué se cuece en el frente sin necesidad de mancharnos las manos de sangre. ¿Row Club? ¿Woman Caballero? ¿Baja Beach Club? ¿Donde está el ambiente?

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Si un turista me pregunta dónde hay vidilla, ¿qué le digo? ¿que se abone a Canal +? ¿Dónde está la nueva generación de coleccionistas de carnets de copas gratis? ¿Quién se encargará de hacernos saber que el pinchadiscos del club Tal ha sido fichado por una discoteca montada con capital ruso? ¿Quién está al loro de las movidas y descubre ese salón de baile para carrozas que, de madrugada, se convierte en zulo de una secta de adictos al agua mineral? ¿En qué barra está la camarera más guapa? ¿Y Eddy, sigue en un hotel de La Rambla? ¿O ejerce de guía turístico en una isla del Pacífico? ¿Quién cogerá ese autobús que, a las tantas, traslada a los más marchosos de una discoteca gay hasta un after del litoral y describirá lo mucho que ve? ¿Qué espera la prensa para recuperar la tradición del periodista noctámbulo, esa noble profesión que requiere juventud, energía y, sobre todo, saber beber para contarlo?

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