Columna

Sucesiones

La lectura de las Memorias políticas de Joaquín Almunia plantea el interrogante sobre si, por fin, habremos ya llegado a la normalización de los problemas sucesorios dentro de los partidos. La experiencia española sobre este particular ha sido sólo parcialmente paralela a la europea. En el pasado vivimos una época de líderes carismáticos, que incluso daban la sensación de producir una desertización a su alrededor, y hacían sentir el relevo como un abismo. Luego pasamos a otra etapa -la de los Major y Blair- en que el relevo generacional impuso una moderación del carisma pero también una...

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La lectura de las Memorias políticas de Joaquín Almunia plantea el interrogante sobre si, por fin, habremos ya llegado a la normalización de los problemas sucesorios dentro de los partidos. La experiencia española sobre este particular ha sido sólo parcialmente paralela a la europea. En el pasado vivimos una época de líderes carismáticos, que incluso daban la sensación de producir una desertización a su alrededor, y hacían sentir el relevo como un abismo. Luego pasamos a otra etapa -la de los Major y Blair- en que el relevo generacional impuso una moderación del carisma pero también una cierta perpetuación del mismo a través de los cambios absolutos en la cohorte de los colaboradores más estrechos. Quizá el libro de Almunia nos anuncia una posibilidad que debiera ser mucho más constructiva y habitual. El antiguo dirigente socialista se explica a sí mismo y de paso contribuye a legar a su partido y a la democracia española su experiencia, que siempre es una forma de sabiduría. Explica sus aciertos y parte de sus errores, no tiene pretensiones en el presente ni para el futuro y, después de haber sido casi todo en política, ni piensa abandonarla ni siente resquemores. Es una buena persona y debe considerarse como un valioso activo para el conjunto del sistema político español.

Las sucesiones bien llevadas evitan muchos problemas pero no proporcionan soluciones mágicas. De Borrell a Rodríguez Zapatero hemos hecho el viaje de un Modigliani a un Kokoschka: campos de color delimitados y dibujo preciso, en el primer caso; un cierto abigarramiento agitado en el segundo. La sensación predominante es que el talante es el oportuno pero la definición está por verse todavía. La situación -en el caso del País Vasco o en el de las baronías territoriales, por ejemplo, lo hace difícil, pero no basta ser muy presidencial en el gesto y superar en puntuación a Aznar para ganar unas elecciones.

El actual presidente se ha complicado de una forma un tanto gratuita su propia sucesión. Debe ser sincero en la afirmación de que no se presentará de nuevo y hace bien en ser discreto respecto de sus preferencias respecto del futuro. En ambos aspectos tiene el apoyo de la opinión pública. El problema para él es que ha convertido la discreción en hermetismo y, además, ha centrado hasta tal punto la decisión en sus propias manos que eso induce a interrogantes acerca de su posible pretensión de dominar desde fuera o de convertirse en una especie de oráculo de Delfos. La posible proyección europea de su actividad política, anunciada como posibilidad esta semana, puede ser reconfortante para él, vista en el horizonte, pero hay que preguntarse si es viable y si resultará grata en la práctica. Todo este panorama entenebrece un logro objetivo de Aznar: mantener unida una derecha que en España tiene una larga tradición de conflictividad interna. Aznar debiera leer a Almunia.

El caso de Pujol es el de un líder carismático llegado al final de su carrera. Para comprender lo que significa su futura desaparición cabría pensar en un Suárez que hubiera prolongado su mandato hasta mediados de los noventa o en un Ruiz Giménez que en vez de ministro hubiera sido torturado durante el franquismo. Hay que decirlo con rotundidad: no ha errado en lo fundamental. Ha sido el símbolo de un pueblo más que de una opción partidista y ha sabido reanudar la tradición pactista del nacionalismo catalán. Pero dejará un gran vacío, por más que procure restañar heridas en el tramo final de su mandato. Quizá el nuevo símbolo colectivo de catalanismo está dibujado ya en la izquierda.

Una última sucesión pendiente es la de Arzalluz. La derecha interpreta a veces que hay un nacionalismo vasco bueno, pervertido a menudo por Belcebú; de esta manera se podría interpretar que la mejor forma de librarse de él sería condenarle al ostracismo por el procedimiento de una severa derrota. Pero hay otra interpretación posible. Arzalluz se sabe al final de su carrera, que incluso podría haber acabado ya. Han sido muchas las frases desgraciadas que ha pronunciado pero, cuando se contemple su trayectoria política completa, se apreciará que ha sido más posibilista de lo que hoy se cree. Y para el PNV -que es una comunidad más que un partido- su sucesión va a ser menos traumática que la de Pujol en el catalanismo.

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