Tribuna:PIEDRA DE TOQUE

Mineros de la confección

El historiador francés, Fernand Braudel, enseñó dos años, en la década de los treinta, en la Universidad de Sao Paulo, y en su homenaje existe en esta ciudad brasileña un Instituto de la Economía Mundial que lleva su nombre. Publica unos Braudel Papers que, por accidente o milagro, han encontrado el camino de mi casa de Londres, adonde llegan con puntualidad astral. El último es un estudio titulado 'El mundo es ancho y ajeno: de los Andes a Sao Paulo' que debería ser lectura obligatoria en los países desarrollados donde el tema de la inmigración tercermundista provoca pánico y brotes de...

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El historiador francés, Fernand Braudel, enseñó dos años, en la década de los treinta, en la Universidad de Sao Paulo, y en su homenaje existe en esta ciudad brasileña un Instituto de la Economía Mundial que lleva su nombre. Publica unos Braudel Papers que, por accidente o milagro, han encontrado el camino de mi casa de Londres, adonde llegan con puntualidad astral. El último es un estudio titulado 'El mundo es ancho y ajeno: de los Andes a Sao Paulo' que debería ser lectura obligatoria en los países desarrollados donde el tema de la inmigración tercermundista provoca pánico y brotes de xenofobia y racismo.

El autor del estudio es un compatriota mío, a quien no conozco, Albino Ruiz Lazo, a quien trajo al mundo, en 1955, en la Oficina de Correos y Telégrafos de una aldea puneña a orillas del Lago Titicaca, una vieja partera ciega convocada al lugar por los telegrafistas de toda la región, amigos de la parturienta. Imagino que desde ese humilde nacimiento en el altiplano andino hasta su posición actual, de investigador especializado en cuestiones sociales y económicas en el Brasil, Ruiz Lazo ha vivido muchas aventuras, y compartido buena parte de las experiencias de los migrantes bolivianos, peruanos, ecuatorianos y de otros países que, huyendo del hambre y la marginación, llegaron a Sao Paulo en busca de trabajo. Porque su estudio sobre los forasteros avecindados en la gran ciudad industrial brasileña, y la manera como funcionan en ésta la industria y el comercio informales, revela, por encima de las frías estadísticas, un conocimiento íntimo del fenómeno. Su investigación está impregnada de humanidad y transpira de ella, pese a la magnitud del drama humano que describe, un saludable optimismo.

En el Hotel Itaúna, de la Avenida Rio Branco, a razón a veces de diez personas por cuarto, se alojan 350 cusqueños, un pequeño botón de muestra de los cincuenta mil que, se calcula, se han instalado en la ciudad, algunos con permiso y otros, la mayoría, de manera clandestina. Buen número de ellos trabajan en los talleres informales de confección de ropa, regentados por inmigrantes más antiguos, los coreanos, pero, otros, han debido inventarse sus propios trabajos porque, al llegar encontraron todos los empleos tomados. A estos últimos les ha ido mejor, y a algunos, como al ingenioso Darío, espléndidamente. Darío llegó a Sao Paulo como traficante de tesis de grado que trajo consigo del Perú, pero, al poco tiempo, descubrió que los adornos de la artesanía peruana para las neveras se vendían en el Brasil con gran facilidad. Ahora, Darío es 'el rey de los adornos del refrigerador', con talleres de cerámica que trabajan para él, en Lima y Sao Paulo, y una cadena de establecimientos comerciales que acerca estos productos al consumidor.

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El estudio de Ruiz Lazo prueba lo que ya está demostrado hasta el cansancio, pero que encuentra siempre la barrera del prejuicio y el clisé para ser aceptado. Es decir, que los inmigrantes no quitan trabajo a los nativos, que ellos llenan el vacío dejado por éstos en los últimos peldaños del mercado laboral, o crean nuevos puestos de trabajo, extendiendo de manera muy dinámica los servicios al consumidor. En otras palabras, que la inmigración aporta al país receptor más beneficios económicos de los que le cuesta. Si una varita mágica levantara unos metros del suelo algunos millares de edificios del centro y la periferia de Sao Paulo, aparecería ante los ojos del espectador un enjambre inverosímil de talleres donde un ejército inumerable de operarios -casi todos extranjeros- se afanan día y noche, en máquinas de coser y telares rústicos o modernos, produciendo en gran escala pantalones, camisas, pulóveres, vestidos, y toda clase de prendas de vestir, para alimentar los populosos mercados callejeros de la ciudad, o distribuirlos por el país y, desde hace algunos años, también exportarlos al extranjero. Aunque una parte de esa pujante industria está en manos de brasileños, la mayoría de los talleres tienen propietarios extranjeros, principalmente coreanos, aunque, ahora, también compiten con ellos muchos sudamericanos.

Los inmigrantes que, después de heroísmos y hazañas de novela picaresca, llegan a Sao Paulo procedentes de los asientos mineros bolivianos y peruanos son los primeros en encontrar trabajo en esos talleres clandestinos de confección. ¿Por qué? Porque trabajar en los lóbregos socavones de las minas, a media luz y envenenándose los pulmones de miasmas, es un excelente entrenamiento para el régimen de trabajo que impera en esos talleres, cuevas y sótanos donde apenas circula el aire, y donde las ventanas, cuando las hay, permanecen tapiadas para evitar que la policía descubra y arrase esas fábricas precarias. Sin horarios, sin seguridad social, sometidos a condiciones de trabajo leoninas, y, a veces, estafados, estas decenas de miles de trabajadores clandestinos ¿por qué siguen allí? Por una razón sencillísima: porque, pese a la enormidad del sacrificio que les significa vivir así, allí les va mejor que en sus países de origen, pues, al menos, no se mueren de hambre. Y, sobre todo, tienen la esperanza de mejorar. El estudio de Ruiz Lazo demuestra de manera inequívoca que este cálculo no es una ilusión: muchos migrantes, en efecto, progresan y, a veces en una sola generación, mejoran sus niveles de vida y son capaces de dar a sus hijos una buena educación.

Ruiz Lazo muestra también lo inútiles que son los esfuerzos de los gobiernos para frenar las migraciones, y lo costoso -un verdadero derroche de recursos públicos- que resulta intentarlo. Los sudamericanos, asiáticos o africanos que se las arreglan para llegar a Sao Paulo, con o sin autorización legal, no van allí dando manotazos de ciego. Lo hacen porque, por más que los gobiernos no lo quieran ver, ese lugar los necesita y los llama. O porque los nativos ya no se resignan a aceptar ciertas labores, demasiado duras o demasiado humillantes, o porque hay necesidades de los consumidores que la mano de obra local ya no está en condiciones de satisfacer. Las prohibiciones suelen ser una pérdida de tiempo, y, algo más grave, atizan la corrupción. Su verdadera consecuencia es la creación de mafias que organizan el tráfico de brazos, coludidas con la policía, las oficinas de migraciones y los puestos fronterizos. Durante muchos años, los gobiernos brasileños se empeñaron en perseguir y echar del país, como peligrosos indeseables, a los inmigrantes sin papeles, los cuales, sin embargo, siempre se daban maña para regresar. Al final, en 1982, las autoridades se rindieron y dieron una ley de amnistía (muy parecida a la que daría el presidente Reagan, por las mismas razones) para los trabajadores sin papeles. La ley, al legalizar la situación de quienes laboraban en la informalidad, dio un formidable empuje a la producción industrial.

La vida del trabajador clandestino es durísima, pues, a la explotación de que es objeto por su condición de ilegal, se añade, en el caso de Sao Paulo, la criminalidad callejera, que se encarniza con los desvalidos. No es sólo por un reflejo tribal que los cusqueños, otavalenses, paraguayos, etcétera, hacen lo posible por vivir juntos, en hoteles o casas comunales. Es también una manera de defenderse de los asaltos y robos de que son víctimas, por parte de pandillas de gángsters especializadas en saquear a los extranjeros. Ruiz Lazo describe, de manera muy gráfica, cómo esos comerciantes informales salen todavía a oscuras de sus guaridas, cargados de mercancías, rumbo a los mercados, organizados en grandes grupos humanos para poder hacer frente a las emboscadas que les preparan los bandidos que quisieran vivir vampirizándolos.

La enseñanza mayor de este estudio es que, como a la inmigración laboral no hay manera de impedirla, pues ella resulta de una imperiosa necesidad recíproca -la del inmigrante y la del lugar al que éste emigra- lo mejor que puedan hacer los gobiernos es ordenarla y reglamentarla, evitando de este modo que sea caótica y que fomente los tráficos mafiosos. Si así lo hacen, la inmigración da un gran impulso al desarrollo de una sociedad y la enriquece, también, culturalmente.

El ensayo de mi desconocido compatriota, ahora paulista, me ha conmovido mucho, porque me ha hecho recordar a mi madre, que fue, también, por unos años, trabajadora informal en un taller de confecciones de Los Angeles, donde mis padres vivieron cerca de treinta años. Lo supe bastante después, cuando ella ya había dejado ese trabajo. No me lo contó entonces, ni lo supo nadie de la familia en el Perú, porque, sin duda, la avergonzaba que, habiendo nacido en una familia 'bien' de Arequipa, se dijera que había terminado trabajando de obrera clandestina en California, rodeada de mexicanas y puertorriqueñas. Sin embargo, años después, recordaba con orgullo esa experiencia. Ella, a quien habían criado para que se casara y fuera sólo una ama de casa, tuvo que aprender a trabajar con sus manos cuando ya echaba canas, en una máquina que al principio le magullaba los dedos, y levantarse a las cinco de la madrugada para llegar a la fábrica antes que sonara el pito, porque la operaria que llegaba tarde perdía la jornada. En ese taller hizo excelentes amistades, todas hispanics, como ella, a las que siempre recordaría con gratitud y cariño, empezando por don Lolo y su esposa, unos borinqueños de corazón de oro. De algún modo, esa experiencia fue central en su vida, a juzgar por lo que ocurrió con mi madre a la muerte de mi padre. Yo siempre creí que detestaba Estados Unidos, y que los treinta años que vivió en Los Angeles habían sido un sacrificio que se impuso por lealtad a mi padre y que había alentado siempre la ilusión de poder retornar un día a vivir al Perú. Sin embargo, para sorpresa mía y de toda la familia, al fallecer mi padre tomó la decisión de quedarse viviendo sola en Los Angeles. No hubo argumentos que la hicieran desistir de esa idea, que a todos nos pareció descabellada. ¿Cómo iba a sobrevivir, allá, sola, una mujer tan desvalida? Pues sobrevivió, y, antes de regresar definitivamente al Perú, cuando ya los quebrantos de salud no le permitían seguir viviendo sola, dio un paso más, que dejó a toda la familia con la boca abierta: se nacionalizó ciudadana estadounidense, aprendiéndose la Constitución de memoria y aprobando el examen. Era algo que mi padre nunca había querido hacer, él que admiraba los Estados Unidos por encima de todas las cosas. ¿Por qué lo hizo? Nunca me dio una explicación muy precisa, porque acaso tampoco fue algo que decidió a través de un lúcido razonamiento. Fue, más bien, un impulso, un gesto, un acto simbólico. 'Bueno, después de todo, viví allá treinta años', decía. 'Y, aunque resultó difícil al principio, ¿cómo no encariñarse con un país donde se ha pasado media vida?'.

Así ocurre casi siempre. Esos forasteros indeseables suelen echar raíces y establecer vínculos muy fuertes con la tierra que les hizo sudar la gota gorda y pagar lo que en la Edad Media llamaban el derecho de ciudad. Yo, desde luego, me siento muy orgulloso de que las manos inexpertas de mi madre hayan contribuido a vestir de resistentes pantalones, camisas y vestidos al pueblo norteamericano.

© Mario Vargas Llosa, 2001. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2001.

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