Columna

El mapa se mueve en los Balcanes

Los mapas se mueven, pero suelen hacerlo con el paso imperceptible de las manecillas del reloj, con lo que sólo te percatas de que a una raya le ha dado temblequera si has estado un rato sin mirar; pero ocurre que a un cierto número de aleteos invisibles le corresponde una alteración profunda de los surcos que delimitan lo político, con o sin, según los casos, violencia aneja. Y el mapa más activo de Europa, el de los Balcanes, al que una ingeniería bien intencionada quiso dar nueva forma duradera en los 90, muestra hoy con su obstinado palpitar que la demarcación de esa parte del continente n...

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Los mapas se mueven, pero suelen hacerlo con el paso imperceptible de las manecillas del reloj, con lo que sólo te percatas de que a una raya le ha dado temblequera si has estado un rato sin mirar; pero ocurre que a un cierto número de aleteos invisibles le corresponde una alteración profunda de los surcos que delimitan lo político, con o sin, según los casos, violencia aneja. Y el mapa más activo de Europa, el de los Balcanes, al que una ingeniería bien intencionada quiso dar nueva forma duradera en los 90, muestra hoy con su obstinado palpitar que la demarcación de esa parte del continente no ha terminado aún de mostrar su vertiente más tectónica.

La fase contemporánea de ese mapa había conocido una consolidación aparente como consecuencia de la Gran Guerra en 1918-19. Nacía Yugoslavia -con el nombre de Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos-, que amalgamaba, no fundía, a Serbia lo eslavo meridional, alojado en el imperio de Viena. Hace poco más de una década, sin embargo, el gran corrimiento telúrico que conocemos como desaparición de la Unión Soviética destrozaba ese mapa, estableciendo unas fronteras más o menos nacionales entre unos eslavos tan mal avenidos. Y el último avatar de esa reescritura de la historia -que hay quien llama venganza- ha sido los Acuerdos de Dayton en 1995 con la consagración de Bosnia, una microYugoslavia que Occidente quería que permaneciera unida tanto como que se hiciera pedazos el resto del espacio balcánico, junto con la separación del Kosovo albanés de la Serbia yugoslava.

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Pero al inicio del siglo XXI se hacen nuevos descubrimientos o se ratifican los antiguos sobre el nerviosismo de ese mapa, que no parece encontrar, tampoco así, la forma de congeniar consigo mismo.

Primero, el nacionalismo kosovar está probando ser el monstruo del Dr. Frankenstein para Occidente; no sólo quería su propia independencia -hoy bajo protectorado de la OTAN-, sino que, en los transportes de una Gran Albania, pretende arrebatar el valle de Presevo a Serbia-Yugoslavia, al tiempo que se agita entre la fuerte minoría albanesa de la vecina Macedonia.

Segundo, la parte serbia de Bosnia concierta acuerdos especiales, que se parecen mucho a un esbozo de federación, con la metrópoli en Belgrado, mientras que la parte croata de la república se proclama virtual -e ilegalmente- semiindependiente del Estado multiétnico que dominan los bosniaco-musulmanes.

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Y tercero, se acentúan los movimientos en la Yugoslavia restante para autentificar su presencia en los Balcanes ante el gran Gobierno de Occidente. La fórmula seguida para ello es la del seguro inicio de acciones judiciales contra el ex presidente Slobodan Milosevic, culpable oficial de que estallara el mapa balcánico de Tito, derrocado que fue por las bombas de la OTAN y unas elecciones democráticas.

La situación, por tanto, es la siguiente: a) Serbia-Yugoslavia, presidida por un oscuro señor de maneras fúnebremente procesales, Vojislav Kostunica, parece cada día más dispuesta a pagar el precio de su reconocimiento universal que consiste en el abandono de Kosovo y la entrega de Milosevic al tribunal de La Haya. Con ello, se produciría un cambio, ya formal, de fronteras con la provincia kosovar y se perseguiría la plena validación internacional de lo que resta de Serbia-Yugoslavia, así como la de la creciente vinculación institucional del país con sus hermanos de Bosnia; b) maniobras del radicalismo kosovar para la desestabilización de Macedonia, con la gravitación que ello comporta sobre el único Estado albanés que consigue llamarse Albania, para cuyo aplacamiento seguramente sólo valdría un pronto reconocimiento de la independencia de Kosovo, y c) distanciamiento institucional progresivo entre la república a retales que es Bosnia y sus componentes serbio y croata, a la espera estos últimos de la ocasión para reunirse no traumáticamente con sus respectivas capitales, Belgrado y Zagreb.

Todo ello significa que un inquieto e inquietante mapa sólo se tomó hace diez años un punto de respiro. Los Balcanes se mueven otra vez. O nunca dejaron de hacerlo.

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