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Comida

Para comer pollo lo más conveniente es realizar un ejercicio de memoria (los que vivieron la posguerra) o de imaginación, o cualquier otro tipo de simulacro intelectual; nunca comprarlo en un mercado e ingerirlo después de guisado. De esta última forma lo que se logra es la degustación de los distintos piensos con que ha sido alimentado el animal y, si nuestro olfato o gusto son sutiles, llegaremos a apreciar la humedad de la granja o escuchar en último término las notas musicales que acompañan, según cuentan, la estancia de las aves en aquel paraíso. El ejemplo anterior puede extenderse a otr...

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Para comer pollo lo más conveniente es realizar un ejercicio de memoria (los que vivieron la posguerra) o de imaginación, o cualquier otro tipo de simulacro intelectual; nunca comprarlo en un mercado e ingerirlo después de guisado. De esta última forma lo que se logra es la degustación de los distintos piensos con que ha sido alimentado el animal y, si nuestro olfato o gusto son sutiles, llegaremos a apreciar la humedad de la granja o escuchar en último término las notas musicales que acompañan, según cuentan, la estancia de las aves en aquel paraíso. El ejemplo anterior puede extenderse a otros muchos animales que han perdido con la modernidad los valores que les eran característicos, cuanto menos en su componente sápido. Todos ellos han sido víctimas de su fama, les ha perdido el estar repletos de cualidades para la cocina, el que su sabor se extendiese no del uno al otro confín sino de una clase social a otra, que los escritores y cocineros del XVIII ponderasen sus cualidades, hasta el punto que dicho señuelo lo recogió la burguesía portándolo hasta mediados de la anterior centuria en el mismo ser y estar en que lo encontró, logrando a partir de esa fecha, con el viento de los medios de comunicación a su favor, una impresionante difusión que los enalteció ante el público.

El esfuerzo de los productores, en gran medida ayudados por la clase política, se ha centrado en los últimos años en que dichos bienes pudiesen estar al alcance de las clases medias, logrando de esta manera un efecto de solapamiento entre las mismas y las superiores que a todos beneficiaba. Pero claro, la naturaleza es lenta en producir sus frutos y hubo que echar mano de la técnica, la química, la biología y hasta de la psicología para que los anhelados productos se produjesen al ritmo de la creciente demanda. La selección genética, la estabulación y la aparición de los piensos fueron dando solución al problema aunque, eso sí, dejando en el camino las esencias que hicieron famosos a los antecesores. De los nuevos productos sólo se reconoce el aspecto formal, impecable, superior al original, y el nombre, que llena la boca del que lo pronuncia. Pollo, langosta, faisán, bogavante, rodaballo, lubina, jamón; y así hasta ciento, grandes títulos a los que sólo se puede aplicar un adjetivo, insípidos. Desprovistos de todas las cualidades que los hicieron famosos excepto de una, la silueta.

Los aspectos alimentarios tienen poco que ver con esta evolución, la gastronomía es un concepto cultural que trasciende la ingestión de elementos para asegurar la vida, las formas más primitivas de la alimentación se dan por superadas y se tiende a la satisfacción de las necesidades fisiológicas con un mínimo de sofisticación, ya sea por la preparación de las comidas, ya sea por la elección de productos y dietas no monótonos, no repetitivos, que tengan cada uno de ellos sus propias características odoríferas o sápidas. Las proteínas y demás sustancias necesarias para la supervivencia están aseguradas en el mundo occidental para la mayoría de la población así sea con productos que poco tengan que ver con la cultura del bien comer. Las sociedades orientales, y en todo caso aquellas más pobres, han desarrollado dietas compatibles con la supervivencia, ajustadas en el terreno económico a la vez que posibilistas en el ámbito geográfico, y siendo nuestras realidades científicas y económicas muy superiores a aquellas se presume la bondad de la afirmación anterior. Además con mayores posibilidades gastronómicas que las de nuestros alejados congéneres, la cultura de las anteriores generaciones proporciona diversidad culinaria aun dentro de los más bajos niveles de renta.

Sólo la moda o el afán mimético con respecto a otras clases superiores puede justificar el desatino de preferir un centollo aclimatado en piscina a una sabrosa sardina recién capturada y puesta a la venta a un módico precio. Los congelados y otras artes de conservación logran que los alimentos lleguen al destinatario en perfectas condiciones, conservando la mayoría de las veces sus cualidades nutritivas (e incluso gastronómicas, los que las poseyeron) pero la imagen del consumidor de producto con pedigree está por encima de esas sutilezas, se prefiere el artificio en la alimentación de los ejemplares a la técnica de conservación de los mismos. Y todo para cubrir las apariencias, demostrar que un alto nivel de renta no puede recurrir a consumir productos por debajo del estatus previsto; habría que desafiar al comedor de piscifactoría a que descubra el previo congelado de una merluza o de un calamar entre varias opciones servidas en la mesa.

Todo esto viene a cuento, no podía ser menos, del arduo problema de los priones, por nombrar el mal en vez del portador. El exagerado afán de lucro o la falta de una reglamentación sanitaria, unido al desatino de experimentar con la propia salud en vez de con la habitual gaseosa nos ha dejado un lastre llamado prión que es inmune a cualquier manipulación. Ni el frío, ni el calor, ni el soterramiento pueden con él; las declaraciones de los diferentes ministros y gabinetes no le hacen mella y la única solución que se vislumbra parece ser la vuelta a las formas clásicas de engorde, y a la sustitución de las carnes que sean susceptibles de contenerlo por otras que en la actualidad no figuren como sospechosas. Nunca aventuremos lo que nos deparará el futuro en campos tan oscuros e intrincados. Parece ésta buena ocasión, aunque triste, para entonar un canto a la naturalidad, para aconsejar la cocina de mercado, para considerar impropio el consumo de nombres en vez de alimentos, para ajustar la dieta a la estación del año en que nos encontremos, lo cual además logrará paralizar las producciones e importaciones de productos cuya mayor virtud es la rareza, que no la calidad. Cerezas en diciembre, tomates en enero o peras en febrero, todos con color pero sin sabor, imagen que no realidad, juego virtual a tono con el contexto, traídos por Internet para satisfacer a los fabricantes de sueños.

Alfredo Argilés es gastrónomo.

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