Tribuna:

Lenguaje e inmigración: ¿reñir o convencer?

Hace ya tiempo, algunas instituciones lanzaron campañas publicitarias contra el consumo de drogas, muy bien hechas, muy bien pensadas, pero que tenían un inconveniente esencial: parecían diseñadas para convencer a los ya convencidos. A los otros, a los consumidores de drogas o a los que pudiesen tener alguna duda, en todo caso se les reñía, pero no se buscaba convencerlos. El lenguaje de les campañas, el lenguaje antidroga, era claro y contundente y producía una enorme autosatisfacción a los que estaban previamente de acuerdo, pero estaba absolutamente alejado de aquellos a quienes teóricament...

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Hace ya tiempo, algunas instituciones lanzaron campañas publicitarias contra el consumo de drogas, muy bien hechas, muy bien pensadas, pero que tenían un inconveniente esencial: parecían diseñadas para convencer a los ya convencidos. A los otros, a los consumidores de drogas o a los que pudiesen tener alguna duda, en todo caso se les reñía, pero no se buscaba convencerlos. El lenguaje de les campañas, el lenguaje antidroga, era claro y contundente y producía una enorme autosatisfacción a los que estaban previamente de acuerdo, pero estaba absolutamente alejado de aquellos a quienes teóricamente quería atraer, hasta el punto de crear a menudo el efecto contrario. Por un problema de lenguaje, no eran campañas contra las drogas, sino campañas de autoafirmación de los que estaban contra las drogas.

Siempre he tenido la impresión de que este desencuentro por culpa del lenguaje se produce también en otro asunto muy importante, que es el del discurso antiterrorista. Tras un atentado se produce normalmente un cierto volumen de retórica, un lenguaje de la condena, incluso unas fórmulas estereotipadas de menosprecio o insulto a los terroristas, que no parece tener ningún interés en convencer a nadie del otro bando, sino que precisamente parece querer dibujar nítidamente las fronteras entre un bando y el otro.

Aparentemente, la primera misión del discurso es convencer a los que tienen posiciones contrarias a las propias o atraer a quienes se mueven en los terrenos fronterizos de la duda. Pero a veces el discurso renuncia a esta voluntad de convencer y de atraer y se dedica estrictamente a la autoafirmación, a la autosatisfacción. Puede ser comprensible, pero no parece muy útil. El resultado es que hay dos mundos, cada uno con su propio lenguaje, que resultan absolutamente impermeables entre sí. No son mundos simétricos, naturalmente, ni desde el punto de vista cuantitativo ni desde el punto de vista moral. Pero, por lo que se refiere a los efectos, nadie convence a nadie. Todos se dirigen a los que ya están convencidos. Precisamente, uno de los valores positivos del pacto de Lizarra -lamentablemente fracasado- es que pretendía convencer a los violentos de que abandonaran la violencia desde su propio lenguaje.

Esta misma sensación de desencuentro y de enquistamiento de posiciones por culpa del lenguaje, y más concretamente por la renuncia al uso del lenguaje para convencer, se produce desde hace algún tiempo en torno a la inmigración. Hay un discurso público sobre la inmigración, perfectamente correcto, impecable, que utilizamos los periodistas, los políticos, los especialistas... Pero sales a la calle y preguntas a la gente y te encuentras con un discurso absolutamente distinto, que a menudo pone los pelos de punta y que está lleno de recelos y rechazos. Y estos dos discursos, estos dos lenguajes, se ignoran entre sí. Con un inconveniente añadido, respecto a los ejemplos anteriores de la droga y el terrorismo: que en este caso no está nada claro qué discurso es mayoritario o minoritario. Ciertamente, tampoco en este caso los dos mundos que viven encerrados cada uno en su propio lenguaje impermeable son moralmente simétricos. Pero el resultado es el mismo enquistamiento, la misma dificultad para entenderse.

Desde los valores y el lenguaje políticamente correctos -y utilizo la expresión, esta vez, sin el menor sarcasmo- podemos tomar dos opciones, respecto a todo el otro mundo atrincherado en el discurso del recelo o el rechazo: reñir o convencer. Reñir correspondería a una cultura de las certidumbres individuales. Convencer, a una cultura más laica de la construcción de un consenso democrático. De momento, parece que hemos adoptado más bien la opción de reñir. Hemos puesto en el lenguaje detectores a veces muy sensibles de cualquier sospecha de incorrección política, que -como los detectores de metales de los aeropuertos- pitan a la más mínima, se cruce el arco con una pistola o con un manojo de llaves. Pero si no encontramos puentes de lenguaje, si no adaptamos nuestro propio lenguaje a la necesidad de convencer, si nos atrincheramos en lo políticamente correcto y encerramos lo políticamente incorrecto en el gueto de aquello que no se puede decir ni se puede pensar -aunque, según cómo, este gueto pueda acabar albergando a muchísima gente-, podemos encontrarnos con dos mundos impermeables, perfectamente autosatisfechos, perfectamente autoafirmados, pero que se ignoran completamente. Reñiremos con toda justicia y con toda la satisfecha contundencia, pero no ampliaremos las filas de los que hacen suyos los valores de la convivencia. Daremos testimonio, pero no convenceremos.

Vicenç Villatoro es escritor y diputado por CiU.

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