Tribuna:

Dos islas

A 1.100 kilómetros de Florida yace uno de los lugares más empobrecidos de la tierra. La Española alberga dos naciones: Haití, que es el país más pobre de las Américas, y la República Dominicana, que es más próspera, tiene una renta media seis veces superior, pero también ha sufrido horrores económicos y políticos hasta hace poco. Con la vuelta del presidente Jean-Bertrand Aristide en febrero, el ciclo de pobreza y violencia de Haití podría terminar si Haití y EE UU comprenden las lecciones de la torturada historia de La Española.

Los europeos colonizaron las islas del Caribe como planta...

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A 1.100 kilómetros de Florida yace uno de los lugares más empobrecidos de la tierra. La Española alberga dos naciones: Haití, que es el país más pobre de las Américas, y la República Dominicana, que es más próspera, tiene una renta media seis veces superior, pero también ha sufrido horrores económicos y políticos hasta hace poco. Con la vuelta del presidente Jean-Bertrand Aristide en febrero, el ciclo de pobreza y violencia de Haití podría terminar si Haití y EE UU comprenden las lecciones de la torturada historia de La Española.

Los europeos colonizaron las islas del Caribe como plantaciones de azúcar, y llevaron allí millones de esclavos para que trabajaran y murieran. La Española sufrió la deforestación, la erosión del suelo y la caída de la producción agrícola, sobre todo en la parte de Haití. Cuando terminó la esclavitud, La Española apenas podía mantener su población. El racismo de EE UU empeoró las condiciones, al negarse a reconocer a Haití como país independiente hasta la década de 1860, décadas después de que una rebelión de esclavos acabara con el dominio francés.

Europa y EE UU tienen mucha responsabilidad en la pobreza de Haití y deben ayudar a su desarrollo

Haití y la República Dominicana se encontraron a la deriva. Sus necesidades a largo plazo exigían una enorme inversión en sanidad y educación y nuevas actividades económicas. En el siglo XX, el turismo, la banca extranjera y la fabricación con mano de obra intensiva fueron actividades rentables del Caribe. Pero las dictaduras de Haití y de la República Dominicana fueron incapaces de atraer estos negocios. La última se ha embarcado ahora en una senda de desarrollo con dos vertientes: ampliación de la sanidad y la educación y un giro hacia industrias y servicios rentables. Hoy es una de las economías con más rápido crecimiento.

Sin embargo, en Haití la miseria se hizo más aguda. EE UU apoyó a dictadores brutales que no estaban interesados en el desarrollo. Cuando cayó Duvalier, EE UU promovió la democratización a mediados de los ochenta, pero estuvo seguida de una ola de violencia y EE UU impuso sanciones económicas, que ahuyentaron a la minúscula inversión extranjera que había llegado a Haití.

En 1990, Aristide se convirtió en el presidente de Haití, y posteriormente fue derrocado por un golpe en 1991. Tres años más tarde fue devuelto al poder, pero EE UU le permitió permanecer en el cargo algo menos de dos años, basándose en que su elección había sido por un periodo que debía terminar en 1996.

La situación de Haití ahora es peligrosa. Los haitianos ricos desconfían de Aristide, a pesar de su popularidad, y los conservadores en EE UU le miran con suspicacia. El presidente Aristide comprende que su verdadera lucha no es contra los ricos de Haití, sino contra la pobreza. Esta lucha exige inversiones para crear empleos, y ayuda financiera para luchar contra la enfermedad, el analfabetismo y los males ambientales. La élite de Haití no debería verle como un enemigo. Su popularidad no es una amenaza para su riqueza, sino una oportunidad para la reforma.

Haití es un ejemplo extremo de cómo la pobreza, la enfermedad y la violencia se reproducen a sí mismas durante generaciones. La suerte del Haití de hoy es que tiene un líder popular y elegido libremente. Cuando los países con historias torturadas alcanzan esta módica cantidad de buena suerte, los ricos y poderosos no deberían dejar escapar la ocasión de ayudarles a desarrollarse.

Jeffrey D. Sachs es profesor de Economía de la cátedra Galen L. Stone y director del Centro para el Desarrollo Internacional de la Universidad de Harvard.

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