Columna

Rechazo

La mano era ancha y velluda y tenía las falanges de metal asesino. La habían amputado de un solo tajo y nadaba en el acuario de formol con la voracidad de un escualo. Los más prestigiosos cirujanos la observaban, entre la fascinación y el espanto. Aquel despojo anatómico del dictador, una vez restaurado, había adquirido el valor de pieza única. Cerca, en uno de los quirófanos de la clínica, el vagabundo trataba de liberarse de las ataduras que lo sujetaban a la cama de operaciones. Sudaba y miraba despavorido al grupo de gente, con el rostro embozado, que lo cercaba. Quiso gritarles que no hab...

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La mano era ancha y velluda y tenía las falanges de metal asesino. La habían amputado de un solo tajo y nadaba en el acuario de formol con la voracidad de un escualo. Los más prestigiosos cirujanos la observaban, entre la fascinación y el espanto. Aquel despojo anatómico del dictador, una vez restaurado, había adquirido el valor de pieza única. Cerca, en uno de los quirófanos de la clínica, el vagabundo trataba de liberarse de las ataduras que lo sujetaban a la cama de operaciones. Sudaba y miraba despavorido al grupo de gente, con el rostro embozado, que lo cercaba. Quiso gritarles que no había hecho nada, que se tumbó, al sol, en el prado, cuando una máquina agraria y enloquecida lo dejó inválido: le había triturado la mano derecha. Y de pronto, sintió cómo se precipitaba en las tinieblas y no supo más.

Cuando el vagabundo despertó, se encontró en un amplio lecho, atendido por seductoras y sonrientes enfermeras. El también sonrió, hasta que lo paralizó el horror: su mano derecha era ancha y velluda y sus dedos tenían el calibre del nueve largo. Se miró la otra: pequeña, delicada y dispuesta para la caricia. Entonces, una de las enfermeras le inyectó una sustancia hipnótica. Al volver de nuevo en sí, estaba sentado en una gran mesa. Dos individuos de aspecto adusto lo espiaban. Y uno de ellos depositó frente a él un montón de papeles y ordenó que los firmara. El vagabundo leyó apenas un par de líneas y se puso pálido: eran sentencias de muerte. Se negó, pero ya la mano derecha rubricaba sin tregua. Durante algún tiempo, el vagabundo vivió una pesadilla. Hasta que un día, encadenó aquella mano a una columna de granito, y suspiró. Pero llegaron altos funcionarios, doctores y psicólogos, y examinaron la situación. El dictamen fue unánime: la mano ancha y velluda rechazaba aquel cuerpo débil y enfermo de amor al prójimo, a las mariposas y a la vida. De inmediato, lo trasladaron al quirófano. Luego, a la mano ancha y velluda, la depositaron con solemnidad en su acuario de formol. Al vagabundo, aún anestesiado lo molieron a patadas, y un ujier transportó sus restos, hasta arrojarlos al crematorio.

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