RAÍCES

Adiós a Lapesa

Ha muerto Rafael Lapesa. No sé a cuántos de los lectores de este periódico su nombre les dirá algo. Imagino que a muchos. Desde luego, a los que estudiaron alguna carrera humanística o filológica les vendrá el recuerdo de un manual, Historia de la lengua española (el Lapesa, según la eterna jerga estudiantil), en el que de forma nítida y clara, exhaustiva y abarcadora, se entraba en todos los avatares que le han sucedido a nuestra lengua, desde sus más remotos antecesores hasta la vitalidad actual que la adorna, desde los tortuosos caminos que recorrieron sus sonidos, sus constru...

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Ha muerto Rafael Lapesa. No sé a cuántos de los lectores de este periódico su nombre les dirá algo. Imagino que a muchos. Desde luego, a los que estudiaron alguna carrera humanística o filológica les vendrá el recuerdo de un manual, Historia de la lengua española (el Lapesa, según la eterna jerga estudiantil), en el que de forma nítida y clara, exhaustiva y abarcadora, se entraba en todos los avatares que le han sucedido a nuestra lengua, desde sus más remotos antecesores hasta la vitalidad actual que la adorna, desde los tortuosos caminos que recorrieron sus sonidos, sus construcciones gramaticales, sus palabras... hasta el entorno de guerras, conquistas y poblamientos, de glorias y de miserias, que acabaron determinando su situación actual.

Pero para algunos de nosotros Lapesa era mucho más que el autor de un manual imprescindible en nuestra carrera. Era (¡cómo me cuesta emplear este maldito pretérito, imperfecto porque evoca la muerte!) nuestro maestro. Digo 'maestro' en su sentido más pleno, en ese sentido que la burocracia docente prefirió olvidar en favor de complejas denominaciones, pero que gracias a ello, descargado de lastres funcionariales, pudo recobrar su dimensión más humana. Maestro de saberes, pero también, y sobre todo, de vida, de actitud. Y todo ello con su simple presencia, con la actitud verdaderamente humilde de quien no quiere molestar pareciendo que sabe más o se comporta mejor que quienes, alumnos, nos convertíamos en sus discípulos.

Era la vieja sabiduría esencial, hoy casi perdida, de quienes bebieron en las aguas que manaban de la Institución Libre de Enseñanza, y constituyeron esa intelectualidad, dinámica, viva, abierta, y honrada, que los vientos de la guerra civil dispersaron por el mundo, aunque algunos, para suerte de quienes nacimos después, pudieron quedarse. Eso sí, el incivil régimen que siguió a la guerra no se privó de sus aguijonazos: Lapesa fue depurado, acusado entre otras cosas de 'ética laica'. Aquellos obtusos inquisidores no podían entender que, siendo como era hombre de sinceras convicciones religiosas, su insobornable moral se fundara en una dimensión humana que a ellos, pregoneros de boquilla, no podía por menos que golpearles en las conciencias.

No voy a reseñar aquí, no es el lugar, el legado filológico de Lapesa. Pero sí quiero recordar que mucho de lo que hoy es verdad adquirida sobre la historia lingüística de Andalucía salió de su pluma. Los orígenes del seseo y el ceceo, la huella andaluza en América..., esos y otros muchos aspectos de la contribución andaluza a la historia de nuestro idioma fueron vistos por él de una forma que ha quedado como canónica; y ha quedado así porque responde a la verdad de los hechos y porque constituye la hipótesis más razonable, histórica y lingüística de cómo se constituyeron las formas andaluzas de hablar. Gracias a él, el pasado de Andalucía se conoce mejor: no lo olvidemos.

Hoy, palabras como bondad, sabiduría, honestidad, están un poco más vacías.

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