Columna

Matar un ruiseñor

Domingo de lluvia y de frío. Después de comer, tras una fracasada operación de zapping, rebuscamos entre las cintas de vídeo y nos decidimos por Matar un ruiseñor. Dirigida por Robert Mulligan, basada en la novela homónima de Harper Lee, protagonizada por un extraordinario Gregory Peck, enriquecida con la maravillosa música de El-mer Bernstein, guardo esta película como oro en paño desde que tuve la oportunidad de grabarla gracias a la cinefilia de Garcí. Es curioso pero, a pesar de la distancia geográfica (la historia transcurre en Maycomb, un pequeño condado rural de Alabama, e...

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Domingo de lluvia y de frío. Después de comer, tras una fracasada operación de zapping, rebuscamos entre las cintas de vídeo y nos decidimos por Matar un ruiseñor. Dirigida por Robert Mulligan, basada en la novela homónima de Harper Lee, protagonizada por un extraordinario Gregory Peck, enriquecida con la maravillosa música de El-mer Bernstein, guardo esta película como oro en paño desde que tuve la oportunidad de grabarla gracias a la cinefilia de Garcí. Es curioso pero, a pesar de la distancia geográfica (la historia transcurre en Maycomb, un pequeño condado rural de Alabama, en los Estados Unidos) y temporal (es el año 1932) son muchas las cosas que me recuerdan a mi propia infancia. También entonces hacía más calor en verano y los perros de color negro, como lo era mi Zurtz, buscaban la sombra y se hacían los remolones cuando intentábamos que se implicaran en nuestros juegos. También entonces los días parecían más largos y las noches, con su frescor, invitaban a retrasar el momento de volver a casa. Habré visto esta película una docena de veces y he leído la novela más de tres y siempre me transmite una sensación de sosiego interior.

Conste que no se trata de una historia precisamente dulce. Es un relato sobre la pobreza y la desigualdad, sobre la intolerancia y el odio, sobre el racismo y la violencia. Es, sobre todo, una historia de iniciación a la vida y, por ello, es una historia compleja, de final abierto e incógnito. Pero toda ella se construye en torno a una idea fundamental, idea de la que surge el título: 'Matar un ruiseñor es pecado. Los ruiseñores no se dedican a otra cosa que a cantar para alegrarnos. No devoran los frutos de los huertos, no anidan en los arcones del maíz, no hacen nada más que derramar el corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar un ruiseñor'.

El domingo, como tantas otras veces, mi infancia aparecía como un imaginario subtítulo al tiempo que la película se iba desarrollando. Pero este domingo la visión de la película tuvo menos de nostálgico recuerdo del pasado que de dolorido exorcismo del presente. Así y todo, la sensación de sosiego interior fue al final la misma.

Comprendo que Matar un ruiseñor pueda parecer a muchos una referencia ingenua, casi una puerta de escape a una realidad que destruye cada día confianzas e ilusiones. En noviembre de 1948 escribía Albert Camus en la revista Combat: 'Algo en nosotros se ha destruido por el espectáculo de los años que acabamos de vivir. Y ese algo es esa eterna confianza del hombre por la que siempre creía que podían obtenerse de otro hombre reacciones humanas hablándole con el lenguaje de la humanidad'. También en este nuestro país el espectáculo de los años que aún estamos viviendo está destruyendo nuestra confianza en la humanidad del hombre. Sin embargo, no debemos abandonar la confianza en las virtudes del lenguaje de la humanidad para lograr de otras personas reacciones auténticamente humanas. 'Existe algo así como una sabiduría sin argumentos en las prácticas de la vida humana, en sus costumbres e instituciones', afirma Daniel Innerarity en su libro Ética de la hospitalidad.

Sobre este transfondo tácito se reflejan lo correcto y lo incorrecto de nuestros comportamientos, antes y aún después de que seamos capaces de argumentar nuestros comportamientos. La historia narrada por Harper Lee y filmada por Robert Mulligan hunde sus raíces en esa sabiduría sin argumentos que constituye el humus primigenio de nuestra experiencia moral. Esa misma sabiduría sustenta entre nosotros la casi universal convicción de que hay comportamientos intrín-secamente incorrectos, prácticas que repugnan a nuestro más profundo sentimiento de humanidad.

En los próximos días ETA pretenderá justificar la muerte de un ruiseñor. Lo intentará de nuevo, una vez más, y de nuevo fracasará en su intento. Porque matar un ruiseñor es pecado y nada puede justificarlo.

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