Tribuna:

Noche de ronda

Jose Pablo Ramón ha escrito un cuento, un cuento que se llama Noche de ronda. No habla de amores desesperados que se cantan a la luz de la luna; la ronda a la que se refiere este cuentista es la que muchos hacen en las calles que se esconden detrás de la Gran Vía, la de los que empiezan a vivir cuando llega la noche. José Pablo Ramón habla de "un desfile de lumis, bolingas de última hora, vampiros, yonkis, hombres-lobo, morenos, gays y todo tipo de raros", también habla de los cajeros-dormitorio, donde duermen los paquetes humanos envueltos en mantas y carton...

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Jose Pablo Ramón ha escrito un cuento, un cuento que se llama Noche de ronda. No habla de amores desesperados que se cantan a la luz de la luna; la ronda a la que se refiere este cuentista es la que muchos hacen en las calles que se esconden detrás de la Gran Vía, la de los que empiezan a vivir cuando llega la noche. José Pablo Ramón habla de "un desfile de lumis, bolingas de última hora, vampiros, yonkis, hombres-lobo, morenos, gays y todo tipo de raros", también habla de los cajeros-dormitorio, donde duermen los paquetes humanos envueltos en mantas y cartones. No utiliza este lenguaje porque se haya empapado voluntariamente de las palabras de la calle para escribir, no tiene excesivo interés en emplear palabras de argot para que se valore su maestría al reproducir las expresiones que nacen de las vidas callejeras. Es que él es, o ha sido, uno de ellos, uno de los que salían a dar paseos desesperados para pillar una dosis, no ya de felicidad, sino de sosiego.A las manos de los que hemos sido jurados del premio Literatura y Asfalto, que convocó la Consejería de Servicios Sociales, llegaron cuentos que uno leía, no ya con la absurda pretensión de juzgar la calidad literaria, sino con la curiosidad de leer qué es lo que escribe, qué es lo que quiere expresar aquel que no tiene nada en la vida, tan sólo la pequeña asignación de la Comunidad, el calor de los asistentes sociales y esa familia extraña que a veces forman los que se encuentran viviendo en la calle. Los cuentos narraban, a veces en una tercera persona que parecía querer ocultar que uno era el protagonista de la desgracia, historias que no son tan ajenas a nuestra vida como podemos pensar. No todos los que ha perdido el rumbo proceden de familias marginales; generalmente son historias que cuentan una mala jugada del azar, un tropezón, la muerte de una madre que desencadena una infancia de mano en mano, la pérdida del trabajo, y partir de ahí, la pérdida de la casa, de los bienes personales, de esas cosas materiales que nos permiten tener dignidad; cuentan cómo es el frío, cómo se vive la falta de cariño, cómo se puede llegar a filosofar a la luz de la luna con otros compañeros de desdicha, cómo se ve a las personas que tienen trabajo y casa y familia, a las personas como yo, que escribo esto, cómo se nos ve situados en el lado soleado de la calle, sin mirarles, cómo notan nuestra indiferencia y a veces nuestro mal disimulado desprecio.

Las palabras de estos cuentos unas veces pertenecen al mundo de la calle, sí, pero no sólo aparecen palabras de argot, a veces, hay una luz rara, una poesía que parece sacada estrictamente de Luces de bohemia, de Valle-Inclán, son esos momentos en que los sin casa, o los mendigos, como antes se decía, los pobres de solemnidad, los misfists, palabra inglesa que describe a los que no cuadran con el resto, los no integrados; son esos momentos, digo, en que hablan de la vida en un tono bíblico, trascendente, como si les dictara el discurso el propio Max Estrella, y narran el camino tortuoso de su vida de la manera en la que se hacen los monólogos teatrales, mirando a los ojos del lector para contarle su desventura.

Cuando el jurado llegó al estrado con el fallo, ahí estaban, entre el público, muchos de ellos. Se apreciaba que se habían arreglado especialmente para acudir al acto. En sus caras se veían las huellas de la vida; en algunos, la huella que deja el alcohol, o las drogas o las enfermedades que a menudo contagia la calle, o simplemente ese gesto un poco perdido de los que se saben solos y dependen del cariño de un asistente social o de la brutalidad que a veces se despliega con estos seres, en general, muy desvalidos. Fue difícil decidir al ganador porque el sólo hecho de haber tenido la voluntad de presentarse suponía una superación, un paso más hacia una vida con dignidad. En esta semana en la que tanto se ha debatido sobre el valor y la oportunidad de cierto premiado, el Premio Cervantes, se premiaba a los que simplemente quieren encontrar un lugar, no en la literatura, ni en la posteridad, ni las academias, sino un lugar para vivir; así que yo quería recordar a este hombre que, emocionado, recibió su premio: José Pablo Ramón, para que, a pesar de tener que convivir con las cicatrices terribles del pasado, tenga suerte en la vida.

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