Tribuna:

El país del extranjero MIQUEL BARCELÓ

De vez en cuando, y con escasa prudencia, comentaristas políticos de diario citan, solemnes, a Albert Camus: "Amo demasiado a mi país para ser nacionalista". O algo así. Parece que con el dicho de alguien, Camus, en estas cuestiones de supuesta impecabilidad ética, quede resuelta, a favor del amor, la cuestión política precisa que obstinadamente plantea el nacionalismo no español. La frase, fuera del contexto de todo lo que escribió Camus entre 1943 y 1958, no tiene sentido alguno. Es un artificio retórico destinado a trivializar el ejercicio del nacionalismo. O a malignizarlo. O, como Camus p...

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De vez en cuando, y con escasa prudencia, comentaristas políticos de diario citan, solemnes, a Albert Camus: "Amo demasiado a mi país para ser nacionalista". O algo así. Parece que con el dicho de alguien, Camus, en estas cuestiones de supuesta impecabilidad ética, quede resuelta, a favor del amor, la cuestión política precisa que obstinadamente plantea el nacionalismo no español. La frase, fuera del contexto de todo lo que escribió Camus entre 1943 y 1958, no tiene sentido alguno. Es un artificio retórico destinado a trivializar el ejercicio del nacionalismo. O a malignizarlo. O, como Camus pretende, a salvar con amor la perversidad del amor profeso que los nacionalistas dicen tener por el país. Todo, en el fondo, un indicio más de lo insensato que puede llegar a ser el amor. Sobre todo el amor que redime del loco amor. Una discusión completamente banal, pues, pero que conduce a un extravío mayor, el de ocultar cuál era el "país" de Camus. Bien, el país de Albert Camus es, hoy, un país inexistente.Era la Argelia francesa, nacida en 1830 y extinta en julio de 1962. No fue, pues, corto el sueño. Los "algo más de un millón" de franceses, en Argelia, a los que Camus alude en una carta pública -1 de octubre de 1955- a un militante argelino formaban parte de la mayor migración de gente conocida en toda la historia de la especie humana: la de europeos, blancos, vaya, hacia el resto del mundo; millones y millones de ellos, con sus bestias, sus plantas, sus ingenios, introduciendo alteraciones irreversibles en los órdenes agrarios indígenas, cambiándolo todo. Albert Camus era en sentido estricto un colono francés en Argelia, un pied-noir. La proporción poblacional -nueve millones a uno y algo a favor de los "árabes"- no era sólo un necesario punto de partida de la discusión, sino que, en el fondo, era toda la discusión. El volumen adquirido por la inmigración francesa, espacialmente desigual, y su duración en el tiempo hacían, según Camus, en 1955, que los "árabes" y los franceses estuvieran "condenados a vivir juntos" en Argelia. Le recuerdo al lector que Camus hace a lo largo de centenares de páginas un vigilante esfuerzo para usar un vocabulario de sentido muy controlado. Por ejemplo, Argelia se utiliza como la nación constituida por "árabes" y "franceses"; es, pues, el proyecto político. Los "árabes" no podían constituir una nación porque nunca había habido un Estado argelino. Lo decía la historia. También decía que no había habido estado francés antes en Argelia, pero ello no parecía importar. El futuro político era sólo una Argelia francesa. Tanto era así que, según Camus, "el hecho francés no puede ser eliminado en Argelia y el sueño de una desaparición súbita de Francia es pueril". Antes de partir, la mayoría en barco, sus conciudadanos franceses destruyeron, en Annaba (Bona), por ejemplo, todo lo que pudieron como en un intento de no dejar trazas, llevándose incluso la enorme estatua del alcalde Jérôme Bertagna (1888-1903), exiliada hoy en un jardín de algún lugar en el Ródano.

Antes de que llegara eso, Camus ensayó describir la situación en todos los términos políticos conocidos, Argelia francesa, Argelia árabo-francesa, reforma, diálogo para la convivencia, conciliación, reconocimiento de errores de la colonización, combate contra la xenofobia de unos y otros, etcétera. Y, sobre todo, respeto al principio establecido de que no había alternativa, que era impensable un futuro nacional sin los franceses o fuera de Francia. No fue así, claro. A su vez, Camus ya había anunciado repetidamente que sin ellos Argelia sería "una tierra de ruinas y de muertos que ninguna fuerza, ninguna potencia en el mundo, será capaz de levantar en este siglo". Quizá muchos estarían de acuerdo en ver en lo que ocurre ahora en Argelia el cumplimiento de este augurio.

Debe observarse que el augurio de Camus procede de una perspectiva doblemente deformada. El islam es el germen futuro de la desolación social. No había argelinos, no había sociedad argelina alguna con órdenes agrarios reconocibles, con caminos que transitar, con ganado que guardar, con campos que cultivar, con vecinos con quienes hablar y reproducirse, sólo había musulmanes, acólitos de un "imperio espiritual o temporal", en aquel momento diseñado en los escritos de Nasser. Que Camus escribiera asombrado sobre la miseria de la Kabilia no le había supuesto conocimiento alguno sobre el país argelino. Era más fácil ser combatiente antiislámico en nombre de una civilización dialogante -la europea, que contaba con aviación y buena artillería- que por un azar, quizá inclemente, dominaba a nueve millones de campesinos a los que les ofrecía un futuro de paz, de cultura y una lengua moderna de progreso. A cambio, aquellos campesinos sólo debían aceptar a 1,2 millones de franceses para formar juntos la nación argelina. Una bella ocasión para convertirse en ciudadanos libres del mundo que fue desaprovechada. Los centenares de páginas de Camus sobre el terror argelino y la reacción militar francesa giran en torno a esta visión nebulosa y deformada. Son sermones repetidos que la realidad convertía en rumores en el bosque. En cambio, en sus escritos de ficción, aquella enormidad, la colonial, claro, y la torpeza histórica del colono estaban descritas con desenvuelta crudeza y calidad. Detrás del maestro de escuela aislado en la montaña, de los fantasmales colonos huelguistas de Orán o del francés impasible que mata al árabe está el desconsolado Camus. Por cierto, ¿por qué los columnistas políticos de diario eligen la insensata cita? ¿A qué extraño o supremo amor aluden?

Miquel Barceló es historiador.

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