Tribuna:

El precio de la lectura

¿Por qué el actual Gobierno está poniendo tanto empeño en dar los pasos para eliminar el precio fijo de los libros? ¿Por qué golpear en el centro neurálgico de una industria privada, competitiva y razonablemente solvente? Aparte del valor demagógico que pueda tener la primera medida de transición hacia el precio libre, los descuentos en los libros de texto, no encuentro otra explicación que la del entusiasmo ciego por una idea-bandera debido a la alta rentabilidad de la imagen de la cultura. El caso es que el ministro Rato está decididamente encelado con el precio libre de los libros y yo, un ...

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¿Por qué el actual Gobierno está poniendo tanto empeño en dar los pasos para eliminar el precio fijo de los libros? ¿Por qué golpear en el centro neurálgico de una industria privada, competitiva y razonablemente solvente? Aparte del valor demagógico que pueda tener la primera medida de transición hacia el precio libre, los descuentos en los libros de texto, no encuentro otra explicación que la del entusiasmo ciego por una idea-bandera debido a la alta rentabilidad de la imagen de la cultura. El caso es que el ministro Rato está decididamente encelado con el precio libre de los libros y yo, un ciudadano interesado en el asunto, lleno de dudas.Los argumentos contra el precio fijo que he leído hasta ahora me parecen propios de personas que no conocen el medio sobre el que operan más que a vista de pájaro. Los argumentos a favor se concentran en la defensa emocional del librero tradicional y en la idea vagarosamente expresada de que la medida es pan para hoy y hambre para mañana. La actuación de las grandes superficies, si el precio libre se impone, será la que yo he conocido siempre por el nombre de dumping, no por el de liberalización. Pero el caso es que los editores por ahora afectados -los de libros de texto- no se han fajado un cara a cara con las asociaciones de padres para explicar en vivo y en directo los maleficios del problema y parecen preferir una acción gremial de denuncia y manifiestos.

¿Quién pierde en este asunto? En primer lugar, el librero tradicional, sin duda. Al igual que al pequeño comerciante, la medida le afecta hasta el punto de que desaparecerán muchos de ellos y malvivirán otros muchos. Yo entiendo que el progreso haga inevitable esto, como puedo pensar con toda lógica que dentro de un siglo quizá se haga inevitable la sustitución de las grandes superficies por otras cosas. Pero una cosa es que sea inevitable y otra que sea bueno. La última glaciación -la "pequeña edad del hielo"- fue inevitable, pero a la especie humana le vino fatal. Perderá también el lector, porque si el precio variable beneficia globalmente a los grandes tinglados de venta sólo tendrá a su disposición lo que quiere la mayoría, pues las apetencias de la minoría no son rentables; sólo dispondrá de libros nuevos, pues el espacio disponible tiene que amortizarse y los rendimientos requeridos los da la novedad; y, sobre todo, sólo tendrá en los estantes lo mismo que la televisión en sus pantallas, morralla, y por las mismas razones. Entonces, acudir a una librería que no sea un gran centro se convertirá en un asunto de iniciados. Puede que tengamos mejor oferta por correo, sí, aunque no creo que los grandes pierdan ese bocado. Dicho esto, no tengo reparo en confesar que, en cuestión de gustos, yo prefiero ver y elegir el pescado que compro a pedirlo al internauta del híper, pero eso es asunto mío.

Perderá la industria editorial, porque su capacidad de acción se detiene y rompe en la venta del producto, quedando reducidos los editores a elaborar el libro, pero no a publicitarlo y a venderlo. Estas dos últimas facetas pasarán a manos de la gran superficie, que será quien decida qué y cómo se vende. En otras palabras: que será quien, finalmente, decida lo que hay que editar. Suena ficticio en apariencia, pero en el fondo es la realidad. Y, una vez despejado el camino de libreros competidores, se repartirán la tarta con la misma competitividad que están demostrando las eléctricas o las distribuidoras de la gasolina: poniéndose de acuerdo no en competir, sino en repartir. El editor, pertenezca o no a una gran cadena de venta, quedará supeditado a la demanda de ésta, no del público, pues oferta y demanda quedan cautivas de las grandes superficies.

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Y ahora, veamos un ejemplo: entre usted en la gran superficie y solicite un libro fundamental en el pensamiento del siglo XX y, por lo tanto, decisivo en el desenvolvimiento de la sociedad; por ejemplo: la Introducción a la sociología de las religiones, de Max Weber, un libro indiscutible, aunque el señor Rato no lo haya leído. ¿Por qué razón este libro, que debido a su exigencia no es para el gran público, pero que debido a lo fundamental de su aportación es decisivo para la historia del siglo XX, va a estar disponible para el reducido número de cabezas pensantes y cabezas estudiantes que lo necesitan? Es un libro para hacer dos o tres mil ejemplares a lo sumo y esperar pacientemente las reediciones, que llegarán con cuentagotas. Y si no rinde rápido en la venta, ¿por qué editarlo? La edición de éste y otros textos como éste pasará a la categoría de samizdat o poco más.

La gran falacia, sin embargo, está en el mismo corazón de la demagogia neoliberal que nos aflige. Si uno lee a los economistas paladines del precio libre, observará, no sin sorpresa, lo que les preocupa el hecho de que las clases medias, bajas e incluso pobres, no tengan fácil acceso al libro a causa de su excesivo precio. De ahí que luchen denodada y desinteresadamente por resolver este problema nacional apelando a la rebaja que supondría la implantación del precio libre. La cuestión está en que nadie ha demostrado hasta ahora que la lectura en España vaya a aumentar significativamente porque bajen los precios de los libros; muy al contrario: los libros son caros porque se lee poco. Y la razón es muy sencilla: leer es una cualidad que se forma y la formación se obtiene con el estudio. El que no lee, no lee ni aunque le regalen un libro, pregúntenselo a los libreros, que, salvo excepciones, necesitaban los libros de texto para hacer caja porque el resto del año vendían lectura en general a un país reacio a ella (y en eso se diferenciaban del que vendía sardinas o garbanzos, hay que reconocerlo). Recordemos que España ha erradicado el analfabetismo hace tan sólo unos cuarenta años. ¿Qué es eso en comparación con la costumbre de leer de otros países occidentales?

La España conservadora y cerril del "que inventen ellos" ha dado paso, de golpe y porrazo, a una España minoritariamente más dispuesta a pensar y leer, pero no más. Cuando el tren de la educación se pierde varias veces a lo largo de la historia moderna, no se recupera ni a la carrera ni -ahí es donde se muestra el disparate en todo su esplendor- bajando precios. Que ya veremos lo que bajan una vez que los verdaderos beneficiarios del precio libre se hayan quedado con la parte del león; como las eléctricas, cuya privatización, por cierto, se ha subvencionado generosamente.

Y, por fin, no deja de ser curioso que un Gobierno tan poco proclive a la Escuela Pública esté tan preocupado por resolver el problema de la lectura. La lectura empieza en la educación y cuando a la gente le interesa leer es cuando hay que bajar precios. Pero es que una industria privada, competitiva y razonablemente solvente como la del libro genera por sí misma recursos sin que tenga que intervenir el Estado. Recientemente el mercado se ha inundado de libros de bolsillo gracias a dos colecciones nuevas que reúnen los productos de varias editoriales asociadas: He ahí una seria apuesta de bajada de precios: en cuanto la industria editorial ha detectado la necesidad, ha reaccionado aumentando considerablemente las ediciones de bolsillo. ¿No estamos en el liberalismo como doctrina? Pues dejemos hacer a las editoriales, que esas sí que por fuerza son competitivas, y no las gasolineras.

José María Guelbenzu es escritor.

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