Tribuna:

Banca humana

En la calle de Toledo hay una pequeña sucursal de un banco importante en la que su director aporta al sistema del capital unos rasgos humanos sin los que puede funcionar la economía, pero fracasa la vida de la gente, es decir, un carácter de solidaridad cotidiana sin el que el sistema no alcanza, sino a la fuerza, el éxito social. En esa sucursal, un joven director cumple como intermediario con las expectativas de beneficios de ambas partes: la del gigante sistema de un capital que en realidad no podría ser sin cada uno de los elementos (personas) que configuran su abstracta complexión, y la d...

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En la calle de Toledo hay una pequeña sucursal de un banco importante en la que su director aporta al sistema del capital unos rasgos humanos sin los que puede funcionar la economía, pero fracasa la vida de la gente, es decir, un carácter de solidaridad cotidiana sin el que el sistema no alcanza, sino a la fuerza, el éxito social. En esa sucursal, un joven director cumple como intermediario con las expectativas de beneficios de ambas partes: la del gigante sistema de un capital que en realidad no podría ser sin cada uno de los elementos (personas) que configuran su abstracta complexión, y la de las personas (elementos) que forman parte de ese universo económico cuya dimensión les resulta inconmensurable.Al margen de la consideración ideológica que nos merezca este orden en cuestión, lo cierto es que el sistema en el que transcurren nuestras vidas debiera observar que, una vez consolidada su estructura (el siglo anterior ha sido, definitivamente, el tablero de su juego), sólo podrá mantenerse y prosperar si no olvida que lo que sucede en la sociedad es por y para las personas y que los resultados positivos sólo pasan por una satisfacción común. En Estados Unidos (por una vez, podría ser ejemplo) ya demandan humanistas para cubrir los puestos de grandes estrategas empresariales. Si el sistema va haciéndose cada vez más grande, inaprehensible, global, y las personas se sienten cada vez más pequeñas, incapaces de abarcar un entorno que les pertenece, sólo humanizar las piezas del engranaje evitará que la gente llegue a considerar que esto no es vida, que nadie se ocupa de ellos (de la importancia de su particularidad) y que ha llegado el momento de rebelarse, quizá sólo de pensar: gran riesgo corre el sistema.

El banco es, a nuestra escala, símbolo claro de la situación. La relación personal que solemos mantener con nuestra vida bancaria resulta paradójica: excepto los potentados o los resistentes cabreados, y teniendo el banco que ver con una parte esencial, aunque material, de nuestra existencia (nuestra casa, nuestra supervivencia), entramos a sus dependencias con el rabo entre las piernas, casi asustados, siempre temiendo que nos regañen por algo (seguramente por no ser suficientemente ricos o por no ser suficientemente pobres ahorradores), esperando que su juicio nos excluya de su actividad ineludible, siempre temiendo no merecer su atención. Si, además, por tu particular naturaleza o formación no te enteras del todo de cómo funciona la cosa, entras al banco reconociendo de antemano que cualquier otra de tus habilidades no te libera de ser un tonto entre los tontos y que sólo te queda ordenar en una carpetita los abstrusos comprobantes de tu autoliquidación. En la sucursal de la calle de Toledo, sin embargo, el joven banquero te recibe con el respeto y la simpatía que merece toda persona buena y responsable, estudia las necesidades y las circunstancias, revisa las posibilidades, sortea obstáculos burocráticos, se toma un café con gente de exigua cuenta corriente, se hace amigo. Es un bancario, es decir, trabaja para el sistema, pero se esfuerza por hacer más felices (más tranquilas, más dignas) a las personas. Para los que en ciertos asuntos oímos campanas, aunque no sabemos muy bien dónde y la llegada de los adeudos por domiciliación de la hipoteca sólo nos hace intuir que el fárrago de los discursos políticos contiene precisa información sobre los pormenores de nuestra vida privada, la existencia de alguien como el joven bancario nos ofrece un alivio, nos incluye, y demuestra que en definitiva es posible vivir en un mundo que nos pertenezca, que tratar bien lo que está al alcance de la mano se convierte en una larga cadena (manufacturación) que mejora la vida. La vida de la gente. Así, empezando por "los suyos", sería capaz el sistema de cumplir con su obligación: repartir, proteger, reconfortar, ocuparse también de "esos otros", lejanos, que apenas lamen un plato con restos del pastel. De qué sirve, si no, tanta globalización, tanta expansión, tanto gran grupo: amargados, manipulados, presionados, egoístas, injustos y, dentro de 100 años, todos calvos.

El joven bancario de la calle de Toledo sería, pues, síntoma de que desde dentro de un sistema perverso de por sí puede hacerse valer lo mejor del espíritu humano; más aún, que, sólo así, con la gente, el sistema podrá mantener el propio estímulo económico y la satisfacción social, es decir, pensar sus limitaciones (morales) y evolucionar hacia un horizonte más amplio, pero también más cercano, más justo, más agradable; en definitiva, más humano.

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